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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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brincaban, unas cuantas de sus cabras...

—¡Cabras al fin! —salté yo.

—¡No me corte y atienda! Al darse cuenta el

pastorcillo de que aquellas pocas eran las

cabras más cabras de todo el rebaño, se

aseguró de no quitarles ojo. Una noche, y a

despecho del sueño, las vio saltar la cerca y

perderse por una trocha. Arañándose y

trastabillando, sudoroso y con la boca como un

corcho, anduvo mucho rato tras sus huellas,

hasta que las oyó balar en una hondonada.

Cuando se acercó al borde terrero, creyó

asistir a un aquelarre. Los animales triscaban

felicísimos, caminaban sobre las pezuñas

traseras y balaban como si rieran. Cada tanto,

se acercaban a unas matas y ramoneaban

unas cerezas tan brillantes que se dirían

luciérnagas. El pastor se tragó el miedo y,

echando mano de la honda, las devolvió al

redil, asegurándose de maniatarlas. Pero no

podía dormir...

—¿Del susto?

—No, de la curiosidad, como usted —y mi

padre me dio un caponcillo—. Volvió a la

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