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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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nunca más quincalla que en el petardazo que

siguió. Las postas que no se le clavaron en el

cuerpo al asesino rebotaron contra el muro y

debieron de tintinear al caer al suelo. Yo no las

oí. Con la puntilla de su compinche muerto, el

cabo de varas remató al recién tachonado. Eso

lo vi desde el suelo; con la humareda que se

formó, nada hubiere visto de estar alzado.

—¡Morceguiño, que nos dan las peras! —

vociferó el cura, con más prisa después de la

escaramuza— ¡Finiquitad ya, hombre!

Mandadlo a besar las pezuñas a Belcebú.

—¡En lo que se cuece un espárrago, padre! —

le devolvió el verdugo.

—¿No lo oyes, Yago? —me preguntó el

mosén— Ya se va el hideputa a los ranchos del

Hades...

—¿Cómo voy a oírlo?, si apenas oigo a su

merced —me quejé.

—¡Lástima! Es música celestial. Gorgotea con

su propia sangre desleída, que le colma el

gaznate. ¡Vaya uso pérfido del vinagre! Y

cómo silba ahora, largo y aliviado. Un suspiro

de paz. Y en suspiro se quedará, porque al

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