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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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primero y royéndolo después. A mal hambre,

no hay pellejo duro, debió de pensar, más

como un marinero perdido en los Sargazos que

como una alimaña.

Una de aquellas ratas no era cenicienta ni

parda, como todas las demás, sino taheña,

como si, en vez de nacer en Coruña, hubiere

bajado de una urca norteña. Desfilaba frente a

su horda sin dejar de clavarme los ojos, que

en ella eran sanguinolentos. No les diré yo que

sonriera, pero las comisuras se le curvaban

hacia las orejas, con la seguridad y el aplomo

del sicario que no va de farol. Según reptaban

hacia la entrada del culo de saco en el que

había parado yo, la mayor parte de su tropa le

iba a la zaga, dibujando así un cepo en el que

pretendían trabarme. El espinazo se me volvió

carámbano cuando aquella Atila de las cloacas

se levantó sobre sus pies y sacudió la cola con

el mismo arte que un capataz de negros.

Como a una orden, la turba negra se me echó

encima, correteando hasta el alcázar de

mierda donde me había hecho fuerte. Mientras

el grueso maniobraba para distraerme, una

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