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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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sus huellas, el de varas para limpiar el picadillo

de abajo y el moro para dar consuelo a

Carmeliña. Otro peaje a cuenta del mosén nos

franqueó el portillo del zaguán sin que nadie

se interesara por lo rubicundos y sudados que

íbamos. Nos enrumbamos, al abrigo de las

sombras y sin la delación de farol alguno que

iluminara la calle, hacia la Puerta del Ángel,

por la que volvimos a embarcar.

Apenas hablamos en la xeiteira. Jamás vi al

padre Ramón Verboso, que en el apellido

cargaba su condición, más callado que esa

madrugada. De haberse topado con su obispo,

el otro se habría echado al suelo de hocicos,

sobrecogido por tal milagro. No crean que me

alegraba yo; miedo me daba tanta reserva.

Verlo así, punto en boca, me anunciaba que la

vida que habíamos conocido hasta esa jornada

moría como murió mi padre. El cura miraba al

frente, escudriñando la grisura del alba que se

nos echaba encima, no para evitar un mal

encuentro, sino para vislumbrar qué nos

deparaba la Fatalidad. Su silencio era, pues,

de gravedad, no de prudencia.

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