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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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demás es vasto, el suyo es profundo, más

cercano a los miasmas que se ven al

microscopio que a las águilas que tocan las

nubes con la punta del ala.

Por eso, de niños, acudíamos a él cuando se

nos clavaba una astilla en las manos, pues a

Morceguiño debían de parecerle, al mirarlas

tan de cerca, vigas de lonja. Nunca se nos

quedaba, después de sus cirugías, ni una pizca

bajo la piel. Como pago a aquellos servicios, le

regalábamos ratones y gorrioncillos muertos.

Él los abría y, con la nariz metida en sus

entrañas, los estudiaba fijándose en los

dibujos que copiaba de algún tratado de don

Gaspar. Fue Morceguiño quien me contó que

en la Universidad de Santiago hay aulas a las

que no se les va el olor a camposanto.

—Los estudiantes abren muertos y hurgan

dentro. Y los maestros se ríen cuando alguno

corre a vomitar a un rincón. Yo no vomitaría —

se ufanaba.

Al decir esas cosas, se le llenaba la cara de

labios, con una sonrisa larga y apretada, y los

ojos de sapo se le achinaban.

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