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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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achicharrados por fuera y siguen ellas

inmaculadas, ilesas en su esplendor. Juana

sonreía y se abanicaba morosa con el flabelo

teatral. Las plumas de avestruz, abaneadas

por el cefirillo del abanico, se alzaban en el

mismo lugar donde su doncella las fijó; no

había en sus mejillas más rubor que el de los

afeites de su tocador; su lunar postizo aún

apuntaba a la comisura de la boca; ni siquiera

el carmín de sus labios daba a entender que

alguna vez se hubieran posado en mí. ¿Qué

magia, qué milagro, eran aquellos? Ninguna,

ninguno, que fueran ajenos a una inmortal.

Estaba a punto de contentarme con tan vanas

elucubraciones cuando Paulina, sin poderlo

evitar, se echó a reír. La fatal enredadora

estaba sentada en el suelo. Junto a ella se

acurrucaba una mocita, negra como el

famulillo Zanuk, con sus mismos ojos

verdemar, con sus mismos dientes de perla,

con los mismos bombachos y las mismas

babuchas. El abundante cabello, lustroso por

alguna untura, anillado de tan rizo —y de tan

negro, azul—, se abría en dos madejas que le

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