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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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Una vez que quise esconderme del mundo en

la Colegiata, me lo llevé conmigo. Me animaba

el comprobar si vería él a los diminutos que

moran en los rincones mohosos. Morceguiño

nunca le decía a nadie que no; si acaso,

encogía los hombros y se achicaba tanto que

terminaba por desaparecer del interés de

quien lo interpelaba. Y así se escabullía. Pero a

mí me dijo que sí. Y entró en el templo con

más seguridad que yo, adentrándose en la

oscuridad como si aún recordara la del seno de

su madre, donde tener buena o mala vista

daba igual.

Nada más entrar, me mandó callar. Con aquel

gesto me decía que oía a los trasgos trepar

por los fustes de las columnas; y que no se le

escapaba el crujido de los acantos cuando se

escondían entre ellos. Luego metió la nariz en

las hortensias del altar. Pensé que las estaba

oliendo, pero no. El pueblo liviano se vuelve

piedra o ramita seca si alguien con la vista

larga descubre a sus naturales, por eso yo no

podía verlos. Pero a Morceguiño le era dado

develar a las hadas diminutas que, vestidas

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