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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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don Gaspar, complicado con el benedictino

Feijoo, no mató mi fe en hadas y duendes,

sino que me empujó a buscar quien la

fortaleciera. Muchos años y lecturas después,

encontré un argumento que hubiera

desbaratado los de mi maestro. Feijoo no

creería en duendes, pero sí creía en el hombre

anfibio de Liérganes. No sé qué es peor.

Mientras viví con el librero, dormí como un San

Alejo, debajo de una escalera. La del santo lo

llevaría, digo yo, a la diestra de Dios; la mía a

ninguna parte. Los peldaños, tenía trece,

morían en un paso tapiado, teñido con un feo

abismo de humedad. Desazonaba mirarlo:

parecía la entrada a una cueva, o las fauces de

un monstruo sin ojos, como las bocas de unas

figuras que vi una vez en la selva de Bomarzo.

El arrendador del casón, un castellano nuevo

que respondía a la gracia de Serafín de

Guindos, había hecho de los cuartos mitades y

de las mitades cuartos, sacándole al edificio

todas las rentas que pudo y a los inquilinos la

sangre. En su día, la librería fue recibidor, y la

escalera, el camino para subir a las recámaras.

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