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Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe

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que contactan con otro surge una cuestión de valor, de mérito. Los antillanos no<br />

tienen valor propio, son siempre tributarios de la aparición del Otro. Siempre es<br />

cuestión de que sea menos inteligente que yo, más negro que yo, peor que yo. Toda<br />

posición de sí, todo anclaje de sí establece relaciones de dependencia con el hundimiento<br />

del otro. Sobre las ruinas de mi entorno yo edifico mi virilidad.<br />

Al martinicano que me lea le propongo el experimento siguiente. Determinar la<br />

calle de más «relumbre» de Fort-de-France. La calle Schoelcher, la calle Victor-<br />

Hugo... por supuesto no la calle Frangois-Arago. El martinicano que acepta realizar<br />

este experimento estará de acuerdo conmigo en la medida exacta en la que no le<br />

crispe verse desnudado. Un antillano que se encuentra con un compañero tras cinco<br />

o seis años, lo aborda con agresividad. Y es que en tiempos uno y otro tenían una<br />

posición determinada. El inferiorizado cree haberse valorizado... y el superior quiere<br />

conservar la jerarquía.<br />

«No has cambiado nada... igual de burro.»<br />

Yo conozco, por cierto, médicos y dentistas que siguen echándose en cara errores<br />

de juicio de hace quince años. Más que errores conceptuales, al que resulta ser<br />

un peligro se le reprochan «criollismos». Se le supera así de una vez por todas: no<br />

hay nada que hacer. El antillano se caracteriza por su deseo de dominar al otro. Su<br />

línea de orientación pasa por el otro. Siempre es una cuestión de sujeto y no se<br />

preocupa en absoluto del objeto. Trato de leer en los ojos del otro la admiración y si<br />

por desgracia el otro me devuelve una imagen desagradable desvalorizo ese espejo:<br />

decididamente, ese otro es un imbécil. No busco estar desnudo frente al objeto, el<br />

objeto es negado en tanto que individualidad y libertad. El objeto es un instrumento.<br />

Debe permitirme cumplir mi seguridad subjetiva. Yo me entrego como pleno<br />

(deseo de plenitud) y no admito ninguna escisión. El Otro entra en escena para<br />

amueblarla. El Héroe soy yo. Aplaudid o criticad, me da igual, pero yo soy el centro.<br />

Si el otro quiere inquietarme por su deseo de valorización (su ficción) yo le expulso<br />

sin contemplaciones. No existe. No me hables de este tipo. No quiero sufrir el<br />

choque del objeto. El contacto con el objeto es conflictivo. Yo soy Narciso y quiero<br />

leer en los ojos del otro una imagen de mí que me satisfaga. Así, en Martinica, en un<br />

círculo dado (ambiente) está el «pelado», la corte del «pelado», los indiferentes<br />

(que esperan) y los humillados. Estos últimos son masacrados sin piedad. Se adivina<br />

la temperatura que reina en esa jungla. No hay forma de salir.<br />

Yo, nada más que yo.<br />

Los martinicanos ansian la seguridad. Quieren que se admita su ficción. Quieren<br />

ser reconocidos en su deseo de virilidad. Quieren parecer. Cada uno de ellos constituye<br />

un átomo aislado, árido, cortante, de aceras bien delimitadas, cada uno de<br />

ellos es. Cada uno de ellos quiere ser, quiere parecer. Toda acción del antillano pasa<br />

por el Otro. No porque el Otro siga siendo el objetivo final de su acción en la pers­<br />

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