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Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe

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petable a los ojos de un blanco. Incluso si la ama. Yo lo sabía»1, tenemos derecho a<br />

inquietarnos. Ese pasaje, que sirve en cierto sentido de conclusión de una enorme<br />

mistificación, nos incita a reflexionar. Un día, una mujer de nombre Mayotte Capé-<br />

cia, obedeciendo a un motivo que no acabamos de entender, escribe 200 páginas, su<br />

vida, en las que se multiplican a placer las proposiciones más absurdas. La acogida<br />

entusiasta que ha obtenido esta obra en algunos ambientes hace que analizarla sea<br />

un deber. Para nosotros no hay equívoco posible: Je suis martiniquaise es una obra<br />

barata, que preconiza un comportamiento malsano.<br />

Mayotte ama a un blanco del que lo acepta todo. Es el señor. No le reclama nada,<br />

no le exige nada más que un poco de blancura en su vida. Y cuando se plantea la<br />

cuestión de saber si es hermoso o feo, la enamorada dirá: «Todo lo que sé es que tenía<br />

los ojos azules, los cabellos rubios, la tez pálida y que yo le amaba». Es fácil ver,<br />

colocando los términos en su lugar, que lo que se obtiene es más o menos esto: «Yo<br />

le amaba porque tenía los ojos azules, los cabellos rubios y la tez pálida». Y nosotros,<br />

que somos antillanos, lo sabemos de sobra: el negro teme a los ojos azules, se<br />

nos repite allí.<br />

Cuando decíamos en nuestra introducción que la inferioridad había sido históricamente<br />

experimentada como económica, no nos equivocábamos en absoluto:<br />

Algunas noches, ¡ay!, tenía que abandonarme para cumplir con sus obligaciones<br />

mundanas. Iba a Didier, el barrio elegante de Fort-de-France, donde viven los «bekés de<br />

Martinica», que puede que no sean de raza muy pura, pero que son a menudo muy ricos<br />

(se admite que uno es blanco a partir de un determinado número de millones) y los «bé-<br />

kes de Francia», en su mayor parte funcionarios y oficiales.<br />

Algunos compañeros de André que, como él, se encontraban bloqueados por la guerra<br />

en las Antillas, habían conseguido traer a sus mujeres. Yo entendía que André no podía<br />

estar siempre aislado. Aceptaba también el no ser admitida en ese círculo, puesto que<br />

yo era una mujer de color; pero no siempre podía evitar estar celosa. Aunque él me había<br />

explicado muchas veces que su vida íntima era una cosa que le pertenecía totalmente y<br />

su vida social y militar otra de la que no era dueño, yo insistí tanto que una vez me llevó<br />

a Didier. Pasamos la velada en una de esas pequeñas villas que yo admiraba desde mi infancia,<br />

con dos oficiales y sus mujeres. Estas me miraban con una indulgencia que se me<br />

hizo insoportable. Sentía que me había maquillado demasiado, que no estaba vestida<br />

adecuadamente, que no honraba a André, quizá simplemente por culpa del color de mi<br />

piel, en fin, pasé una velada tan desagradable que decidí que nunca volvería a pedir a<br />

André que me dejara acompañarlo2.<br />

1 Mayotte Capécia, Je suis martiniquaise, París, Correa, 1948, p. 202.<br />

2 Ibid., p. 150<br />

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