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Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe

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nar, que fuerzas nuevas se han puesto en movimiento. Cuando se cruza con un amigo<br />

o un compañero, ya no es sólo el amplio gesto humeral lo que le anuncia: discretamente<br />

nuestro «futuro» se inclina. La voz, habitualmente ronca, deja adivinar un<br />

movimiento interno hecho de murmullos. Pues el negro sabe que allá, en Francia,<br />

existe una idea de él que lo agarrará en Le Havre o Marsella: «Soy matiniqués, es la<br />

pimera vez que vengo a Fancia»; sabe que eso que los poetas llaman «divina ronquera»<br />

(escuchen el criollo) no es más que un término medio entre el p etit-n égre y el<br />

francés. La burguesía en las Antillas no emplea el criollo excepto para relacionarse<br />

con los sirvientes. En el colegio, el joven martinicano aprende a despreciar el dialecto.<br />

Se habla de criollismos. Algunas familias prohíben el uso del criollo y las ma-<br />

más califican a sus hijos de «tiband.es» cuando lo usan.<br />

Mi madre queriendo un hijo memorándum<br />

si tu lección de historia no sabes<br />

no irás a la misa del domingo con<br />

tu traje de los domingos<br />

ese niño será la vergüenza de nuestro nombre<br />

ese niño será nuestra maldición<br />

calla te he dicho que tenías que hablar francés<br />

el francés de Francia<br />

el francés de los franceses<br />

el francés francés4.<br />

Sí, tengo que vigilar mi elocución porque se me juzgará un poco a través de<br />

ella... Dirán de mí, con mucho desprecio: ni siquiera sabe hablar francés.<br />

En un grupo de jóvenes antillanos, el que se expresa bien, el que posee el dominio<br />

de la lengua, es excesivamente temido; hay que tener cuidado con él, es un casi blanco.<br />

En Francia se dice: hablar como un libro. En la Martinica: hablar como un blanco.<br />

El negro que entra en Francia reaccionará contra el mito del martinicano comee-<br />

rres. Se apropiará de él y se confrontará verdaderamente con él. Se aplicará no solamente<br />

a hacer rodar las erres, sino a rebozarlas. Espiará las más nimias reacciones<br />

de los demás, se escuchará hablar y, desconfiando de la lengua, ese órgano desgraciadamente<br />

perezoso, se encerrará en su habitación y leerá durante horas, esforzándose<br />

en hacerse dicción.<br />

Hace poco un compañero nos contaba la siguiente historia. Un martinicano llegado<br />

a Le Havre entra en un café. Con un perfecto aplomo, suelta: «¡Camarrrero!<br />

Una jaájada de ceveza». Presenciamos aquí una verdadera intoxicación. Preocupa­<br />

4 Léon-Gontran Damas, «Hoquet», P igm ents N évralgies, París, Présence Africaine, 1972.<br />

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