Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish
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hallaba en su centro. Pero su fisonomía me agradó menos aún que antes por un lado me<br />
impresionaba y por otro me parecía inanimada. Sus ojos erraban de un lado a otro, sin<br />
expresión alguna, lo que le daba un curioso aspecto, tal como yo no viera nunca. A<br />
pesar de ser un hombre apuesto, me repelía extraordinariamente. En aquel rostro<br />
ovalado de fino cutis no se apreciaba energía viril, ni masculina firmeza en su nariz<br />
aquilina. Su boca era pequeña y tras su frente no parecía caber pensamiento alguno, así<br />
como sus oscuros ojos apagados parecían carecer de todo poder de sugestión. Mientras<br />
le contemplaba desde mi rincón de costumbre, a la luz de la chimenea -ya que estaba<br />
sentado en una butaca muy próxima al fuego, como si sintiera frío-, le comparaba con<br />
Rochester. Pensaba que no hubiera habido mayor diferencia entre ambos que entre un<br />
pato y un fiero halcón, entre un dulce cordero y el mastín de ardientes ojos que le<br />
guarda.<br />
Había hablado de Mr. Rochester como de un antiguo amigo. ¡Curiosa amistad,<br />
me confirmaba el proverbio de que «los extremos se tocan»! Junto a él estaban sentados<br />
otros dos o tres señores, y de vez en cuando podía oír fragmentos de su conversación.<br />
Al principio no les comprendí bien, porque la charla de Louisa Eshton y Mary Ingram,<br />
sentadas muy cerca de mí, me hacían confundir las aisladas frases que les escuchaba.<br />
Les oía decir: «Es un hombre hermoso.» «Un encanto de muchacho», decía Louisa,<br />
agregando que «le gustaba con locura». Mary indicó su boca y su bella nariz como el<br />
ideal de la belleza.<br />
-¡Qué frente tan lisa tiene, sin ninguna de esas protuberancias tan desagradables!<br />
-exclamó Louisa-. ¡Y qué sonrisa tan dulce!<br />
Con gran satisfacción mía, Henry Lynn las llevó a otro extremo de la sala para<br />
acordar no sé qué respecto a la aplazada excursión.<br />
Pude así concentrar mi atención en el grupo cercano al fuego, y entonces me<br />
informé de que el recién llegado se llamaba Mason, que acababa de desembarcar en<br />
Inglaterra y que venía de los países tropicales. Aquélla era, sin duda, la causa de que<br />
estuviese tan amarillo, de que se sentase junto a la chimenea y de que llevase un abrigo<br />
en casa. Las palabras Jamaica, Kingston, Puerto España, indicaban que debía tener su<br />
residencia en las Antillas. No sin sorpresa supe que fue allí donde contrajo amistad con<br />
Mr. Rochester. Mencionó lo que disgustaban a su amigo el ardiente calor, los huracanes<br />
y las épocas lluviosas de aquellos países. Yo no ignoraba que Rochester había<br />
viajado mucho -me lo había dicho Mrs. Fairfax-, pero siempre había creído que sus<br />
viajes se limitaban al continente europeo, no habiendo oído relatar sus visitas a más<br />
lejanas regiones.<br />
Reflexionaba en estas cosas, cuando un inesperado incidente vino a<br />
distraerme de mis pensamientos. Mr. Mason, que tiritaba cada vez que alguien abría<br />
la puerta, había pedido más leña para el fuego, aunque las cenizas estaban aún<br />
calientes y rojas. El criado que llevó la leña se detuvo un instante junto a la silla de<br />
Mr. Eshton y le dijo unas palabras en voz baja, de las que sólo oí: Vieja y muy<br />
desagradable.<br />
-Dígale que la encerraremos en el calabozo si no se va -replicó el magistrado.<br />
-¡No! -interrumpió el coronel Dent-. No lo hagamos sin consultar a las<br />
señoras -y añadió-: Señoras, ¿no hablaban ustedes de visitar el campamento de los<br />
<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />
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