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Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish

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sobrada para mi escaso guardarropa, aunque éste hubiera sido incrementado con algunas<br />

cosas regaladas por mis generosas amigas.<br />

Era de noche. Había despedido, dándole una naranja, a la huerfanita que me servía<br />

de doncella. Me hallaba sentada junto al fuego. La escuela de la aldea se había abierto<br />

aquella mañana, con veinte discípulas. Sólo tres de ellas sabían leer y ninguna escribir ni<br />

contar. Algunas sabían hacer calceta y unas pocas coser. Hablaban con el rudo acento de la<br />

región. Experimentaba algún trabajo en comprenderlas. Algunas eran toscas e intratables<br />

como ignorantes, pero otras eran dóciles y amigas de aprender y manifestaban buen<br />

temperamento. No olvidaba que aquellas burdas aldeanas eran tan de carne y hueso y de tan<br />

buena sangre como las hijas de las gentes más distinguidas, y que los gérmenes de lo<br />

buenos sentimientos, el refinamiento y las nobles inclinaciones existían igual en su corazón<br />

que en el de los nacidos en privilegiadas cunas. Mi deber era desarrollar aquellos y<br />

seguramente no me sería ingrato cumplir tal oficio. Con todo, no cabía esperar grandes<br />

satisfacciones en la vida que se me presentaba.<br />

¿Me sentía contenta, alegre durante las horas que pasé en aquella clase, desnuda y<br />

humilde? Si había de ser sincera conmigo misma, debía contestar que no. Me sentía muy<br />

sola y además -¡necia de mí!- me consideraba degradada, preguntándome si no había<br />

bajado un escalón, en vez de subirlo, en la escala de la vida social, al caer entre la<br />

ignorancia, la pobreza y la tosquedad que me rodeaban, pero hube de reconocer, al fin, que<br />

mis opiniones eran erróneas y que en realidad había ascendido un peldaño. Acaso, pasado<br />

algún tiempo, la satisfacción de ver progresar a mis discípulas, la alegría de verlas mejorar,<br />

sustituyesen mi disgusto por una sincera congratulación.<br />

La cuestión era ésta: ¿qué valía más, rendirme a la tentación, escuchar la voz de las<br />

pasiones, dejarme caer en una trampa de seda, dormirme sobre las flores que la cubrían,<br />

despertarme en un clima meridional, en una villa lujosa, vivir en Francia como amante de<br />

Rochester, delirar de amor -porque él me amaba, sí, como nadie más volvería a amarme, ya<br />

que el homenaje amoroso se rinde sólo a la belleza y a la gracia, y ningún otro hombre que<br />

él podría sentirse orgulloso de mí, que carecía de tales encantos- o...? Pero ¿qué decía?<br />

¿Cabía comparar la ignominia de ser esclava favorita de un loco paraíso, en el Sur, y gozar<br />

una hora de fiebre amorosa para despertar a la realidad anegada en lágrimas de<br />

remordimiento, con ser maestra de aldea, honrada y libre, en un rincón de las montañas de<br />

Inglaterra?<br />

Sí: yo había hecho bien siguiendo los principios establecidos por la ley y apartando<br />

de mi paso las tentaciones. Dios me había llevado por el mejor camino y le di<br />

fervorosamente las gracias.<br />

Al llegar a este punto de mis pensamientos me levanté, me asomé a la ventana y<br />

miré los campos silenciosos bajo el crepúsculo. La aldea distaba una media milla. Los<br />

pájaros cantaban y el aire era sereno y el rocío fragante...<br />

Me consideré feliz y me asombró notar que estaba llorando. ¿Por qué? Porque no<br />

volvería a ver más a mi amado y, más aún, porque acaso la furia y el dolor en que le<br />

sumiera mi partida le separaran del camino recto, le quitaran su última esperanza de<br />

salvación. Al imaginar esto, aparté la vista del bello cielo y del solitario valle de Morton -<br />

solitario porque sólo se veían en él la iglesia y la rectoral, medio ocultas entre árboles, y,<br />

<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />

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