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Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish

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procuraban saciar su hambre arrancando con amenazas su ración a las pequeñas. Más de<br />

una vez, después de haber tenido que distribuir el pan moreno que nos daban a las cinco,<br />

entre dos mayores que me lo exigían, tuve que ceder a una tercera la mitad de mi taza de<br />

café, y beberme el resto acompañado de las lágrimas silenciosas que el hambre y la<br />

imposibilidad de oponerme arrancaban a mis ojos.<br />

Durante el invierno, los días más terribles de todos eran los domingos. Teníamos<br />

que recorrer dos millas hasta la iglesia de Broéklebridge, en la que oficiaba nuestro<br />

director. Llegábamos heladas, entrábamos en el templo más helado aún y permanecíamos,<br />

paralizadas de frío, mientras duraban los Oficios religiosos. Como el colegio estaba<br />

demasiado lejos para ir a comer y regresar, se nos distribuía, en el intervalo entre los<br />

Oficios de la mañana y la tarde, una ración de pan y carne fría en la misma mezquina<br />

cantidad habitual de las comidas de los días laborables.<br />

Después de los Oficios de la tarde, tornábamos al colegio por un empinado camino<br />

barrido por los helados vientos que venían de las montañas del Norte, y tan fríos, que casi<br />

nos arrancaban la piel de la cara.<br />

Recuerdo a Miss Temple caminando con rapidez a lo largo de nuestras abatidas<br />

filas, envuelta en su capa a rayas que el viento hacía ondear, animándonos, dándonos<br />

ejemplo, excitándonos a seguir adelante «como esforzados soldados», según decía. Las<br />

otras pobres profesoras tenían bastante con animarse a sí mismas y no les quedaban<br />

energías para pensar en animar al prójimo.<br />

¡Qué agradable, al regresar, hubiera sido sentarse al lado del fuego! Pero esto a las<br />

pequeñas les estaba vedado: cada una de las chimeneas era inmediatamente rodeada por<br />

una doble hilera de muchachas mayores y las pequeñas habían de limitarse a intentar<br />

caldear sus ateridas manos metiéndolas bajo los delantales.<br />

A la hora del té nos daban doble ración de pan y un poco de manteca: era el<br />

extraordinario del domingo. Yo lograba, generalmente, reservarme la mitad de ello; el<br />

resto, invariablemente, tenía que repartirlo con las mayores.<br />

La tarde del domingo se empleaba en repetir de memoria el Catecismo y los<br />

capítulos cinco, seis y siete de San Mateo. Además, habíamos de escuchar un largo sermón<br />

leído por Miss Miller. En el curso de estas tareas, algunas de las niñas menores se dormían<br />

y eran castigadas a permanecer en pie en el centro del salón hasta que concluía la lectura.<br />

Mr. Brocklehurst no apareció por la escuela durante la mayor parte del mes en cuyo<br />

curso llegué al establecimiento. Sin duda continuaba con su amigo el arcediano. Su<br />

ausencia fue un alivio para mí. Sobra decir que tenía motivos para temer su llegada. Pero<br />

ésta, al fin, se produjo.<br />

Una tarde (llevaba entonces tres semanas en Lowood), mientras me hallaba absorta<br />

en resolver en mi pizarra una larga cuenta, mis ojos, dirigidos al azar sobre una ventana,<br />

descubrieron a través de ella una figura que pasaba por el jardín en aquel instante. Casi<br />

instintivamente le reconocí y cuando, minutos después, las profesoras y alumnas se<br />

levantaron en masa, ya sabía yo que quien entraba a largas zancadas en el salón era el que<br />

en Gateshead me pareciera una columna negra y me causara tan desastrosa impresión: Mr.<br />

Brocklehurst, en persona, vestido con un sobretodo abotonado hasta el cuello. Se me figuró<br />

más alto, estrecho y rígido que nunca.<br />

<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />

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