Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish
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modos, mis tiernos sentimientos están a punto de experimentar una conmoción. Aguarde,<br />
pues, un momento y veremos si mis palabras se confirman.<br />
A poco sentimos el pisar de los piececitos de Adèle en el vestíbulo. Entró<br />
transformada como su protector había predicho. Un vestido de color de rosa, muy corto y<br />
con mucho vuelo, sustituía al vestido oscuro que llevaba antes; una guirnalda de capullos<br />
de rosa ceñía su frente, y calzaba calcetines de seda y unas pequeñas sandalias de raso<br />
blanco.<br />
-¿Me sienta bien el vestido? ¿Y los zapatos? ¿Y las medias? ¡Voy a bailar un poco!<br />
Y sujetando con las manos el vuelo de su vestido, cruzó la habitación hasta llegar<br />
ante Mr. Rochester, e inclinándose ante él, a imitación de las artistas, hasta arrodillarse, le<br />
dijo:<br />
-Muchas gracias por su bondad, Mr. Rochester. E incorporándose de nuevo, añadió:<br />
-Mamá haría lo mismo, ¿verdad?<br />
-¡Exactamente! -gruñó él-. ¡Y con qué gracia sacaba mi dinero inglés de mi<br />
británico bolsillo! Yo también tuve mi primavera, Miss <strong>Eyre</strong>, y al disiparse me dejó como<br />
recuerdo esta florecilla francesa... Un poco artificial, pero a la que me siento obligado,<br />
acaso en virtud de ese principio de los católicos que procuran expiar sus pecados haciendo<br />
alguna buena obra. Algún día me explicaré mejor... ¡Buenas noches!<br />
XV<br />
Mr. Rochester se explicó, en efecto. Una tarde nos mandó llamar a Adèle y a mí y,<br />
mientras ella jugaba con Piloto, él me llevó a pasear y me explicó que aquella Céline<br />
Varens había sido una bailarina francesa que fue su gran pasión. Céline le había asegurado<br />
corresponderle con más ardor aún. Él creía ser el ídolo de aquella mujer, pensando que, feo<br />
y todo, Céline prefería su taille d'athléte a la elegancia del Apolo de Belvedere.<br />
-De modo, Miss <strong>Eyre</strong>, que, halagado por aquella preferencia de la sílfide gala hacia<br />
el gnomo inglés, la instalé en un hotel, la proporcioné criados, un carruaje y, en resumen,<br />
comencé a arruinarme por ella según la costumbre establecida... Ni siquiera tuve la<br />
inteligencia de elegir un nuevo modo de arruinarme. Seguí el habitual, sin desviarme de él<br />
ni una pulgada. Y también me ocurrió, como era justo, lo que ocurre a todos en esos casos.<br />
Una noche que Céline no me esperaba, se me ocurrió visitarla, pero había salido. Me senté<br />
a aguardarla en su gabinete, feliz al respirar el aire de su aposento, embalsamado por su<br />
aliento... Pero no, exagero... Nunca se me ocurrió pensar que el aire estuviera embalsamado<br />
por su aliento, sino por una pastilla aromática que ella solía colocar en la habitación y que<br />
expandía perfumes de ámbar y almizcle... Aquel fuerte aroma llegó a sofocarme. Abrí el<br />
balcón. La noche, iluminada por la luna y por los faroles de gas, era clara, serena... En el<br />
balcón había una silla o dos. Me senté, encendí un cigarro... Por cierto que, con su permiso,<br />
voy a encender uno ahora...<br />
Se lo llevó a sus labios y el humo del fragante habano se elevó en el aire frío de<br />
aquel día sin sol. -Entonces, señorita, me gustaban mucho los bombones. Y he aquí que,<br />
mientras, alternándolos con chupadas al cigarro, estaba croquant -¡perdón por el<br />
<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />
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