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Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish

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es reducida. No soy más que un párroco de una pobre feligresía campesina y mi ayuda<br />

ha de ser forzosamente muy pequeña. Le conviene más buscar una ayuda más eficaz<br />

que la mía, porque yo bien poca cosa podré encontrarle.<br />

-Ya te ha dicho -repuso Diana- que está dispuesta a trabajar en cualquier cosa<br />

honrada que le sea posible, y bien ves que no tiene muchos favorecedores entre quienes<br />

escoger. Así que tendrá que quedarse con uno tan gruñón como tú.<br />

-Estoy dispuesta a trabajar de lo que sea: modista, criada, niñera, si no encuentro<br />

algo mejor-dije. -Bien -repuso John Rivers, con frialdad-. Si se conforma con eso,<br />

prometo ayudarla, a su tiempo y a mi modo. Volvió a coger el libro que leía antes. Yo<br />

me retiré pronto, porque había hablado y permanecido levantada el máximo que mis<br />

fuerzas me permitían.<br />

XXX<br />

Cuanto más iba conociendo a los habitantes de Moor House, más les apreciaba.<br />

A los pocos días había recobrado mi salud, podía hablar con Diana y Mary cuanto<br />

querían y ayudarlas como y cuando les parecía bien. Había para mí un placer en aquella<br />

especie de resurrección: el de convivir con gentes que congeniaban conmigo en gustos,<br />

sentimientos y principios.<br />

Me gustaban las lecturas que a ellas, disfrutaba con lo que ellas disfrutaban,<br />

reverenciaba las cosas que aprobaban ellas. Ellas amaban su casa y yo, en aquel edificio<br />

de antigua arquitectura-con su techo bajo, sus ventanas enrejadas, su avenida de pinos<br />

añosos, su jardín, con sus plantas de tejo y acebo, donde sólo florecían las más<br />

silvestres flores- encontraba un encanto constante y profundo. Compartía su afecto<br />

hacia los rojizos páramos que rodeaban la residencia, hacia el profundo valle al que<br />

conducía el sendero que arrancaba de la verja, y que, serpenteando entre los helechos,<br />

alcanzaba los silvestres prados del fondo, donde pastaban rebaños de ovejas y<br />

corderitos. Yo comprendía sus sentimientos, experimentaba el atractivo del solitario<br />

lugar, amaba aquellas laderas y cañadas cubiertas de musgo, campánulas y otras<br />

florecillas silvestres, y sembradas, aquí y allá, de rocas. Tales detalles eran para mí,<br />

como para ellas, manantial de puros placeres. El viento huracanado y la dulce brisa, los<br />

días desapacibles y los serenos, el alba y el crepúsculo, las noches sombrías y las<br />

noches de luna, me producían a mí las mismas sensaciones que a ellas.<br />

Dentro de la casa también nos entendíamos en todo. Ambas habían leído mucho<br />

y sabían más que yo, pero yo las seguía con facilidad en el camino que ellas recorrieran<br />

antes. Devoraba los libros que me dejaban y comentaba con entusiasmo por las noches<br />

lo que había leído durante el día. En opiniones y pensamientos coincidíamos de un<br />

modo absoluto.<br />

Si en nuestro trío había alguna superior a las demás, era Diana. Físicamente,<br />

valía más que yo: era hermosa y fuerte y poseía un dinamismo que excitaba mi<br />

asombro. Yo podía hablar algo sobre un asunto, pero en cuanto agotaba mi primer<br />

ímpetu de elocuencia, me sentía cansada y sin saber qué decir. Entonces me sentaba en<br />

<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />

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