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Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish

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derecho alguno a que yo la proteja, porque no creo ser su padre, pero al saber que la pobrecita<br />

estaba abandonada, la recogí del fango de París y la traje aquí, para que creciera en el limpio<br />

ambiente del campo inglés. Y ahora que sabe usted que es la hija ilegítima de una bailarina<br />

francesa, acaso no le agrade tanto el cargo que ejerce con ella y venga cualquier día a<br />

notificarne que ha encontrado usted otro empleo, que me busque otra institutriz, etcétera.<br />

-No. Adèle no es responsable de las faltas de su madre ni de las de usted. Yo tengo un<br />

deber respecto a ella y ahora que sé que es, hasta cierto punto, huérfana -ya que su madre la<br />

olvida y usted no la reconoce-, me siento más dispuesta a seguir cumpliéndolo. ¿Cómo he de<br />

preferir ser institutriz en alguna familia donde constituya un enojo más que otra cosa, que ser<br />

la amiga de una huerfanita?<br />

-Si lo ve usted así... Vaya, regresemos. Está oscureciendo ya.<br />

Yo me entretuve algunos minutos más con la niña y el perro, y corrí y jugué con ellos.<br />

Cuando volvimos a casa y la quité el sombrero y el abrigo, la hice sentar en mis rodillas y<br />

durante una hora charlé con ella de las cosas que le complacían y que eran, principalmente,<br />

frivolidades sin sustancia, probable herencia de su madre y difíciles de concebir para una<br />

mentalidad inglesa. Con todo, la niña tenía algunos méritos y yo estaba dispuesta a<br />

reconocerlos. Busqué en sus facciones alguna semejanza con Mr. Rochester, pero no hallé<br />

ninguna. Era lamentable, porque de haber podido probarle cierto parecido, él se hubiera<br />

preocupado más de la pequeña.<br />

Cuando me retiré a mi habitación, por la noche, pensé en la narración que Mr.<br />

Rochester me había hecho.<br />

Como él dijera, nada había de extraordinario en tal historia: los amores de un inglés<br />

con una bailarina francesa y la traición de ella eran cosa muy corriente. Pero había algo<br />

extraño en la emoción que él experimentara cuando se refirió al viejo palacio. Gradualmente<br />

pasé, de meditar en aquel incidente, a pensar en la confianza que el dueño de la casa me<br />

manifestaba. Considerándola como un tributo a mi discreción, la acepté en tal sentido. Su<br />

comportamiento conmigo durante las últimas semanas era menos desigual que al principio.<br />

No mostraba altanería y cuando nos veíamos parecía alegrarse. Siempre reservaba para mí<br />

una palabra amable y una sonrisa. Cuando me invitaba a reunirme con él, me acogía con una<br />

cordialidad que me llevaba a pensar que realmente debía de poseer la facultad de divertirle y<br />

que aquellas conversaciones durante las veladas debían de agradarle a él tanto como a mí.<br />

Aunque yo solía hablar muy poco, le escuchaba con agrado. Él, por naturaleza, era<br />

comunicativo y le gustaba abrir ante mi espíritu ignorante del mundo muchos horizontes<br />

sobre sus costumbres y escenas. No precisamente escenas de corrupción y costumbres<br />

viciosas, sino cosas cuyo interés residía en la novedad que para mí presentaban. Yo<br />

experimentaba placer escuchando las ideas que él me sugería, imaginando los cuadros que él<br />

me pintaba, y siguiéndole con la imaginación a las nuevas regiones que extendía ante mi<br />

mente.<br />

La espontaneidad de sus maneras me libró de la molestia de sentirme cohibida, y la<br />

amistosa franqueza, tan correcta como cordial, con que me trataba, me impresionó. Al poco<br />

tiempo experimentaba la impresión de que Rochester era más bien un amigo que un amo,<br />

aunque a veces me tratara con imperio. Pero no me molestaba, porque comprendía que tal era<br />

su costumbre. Sintiéndome más feliz, más interesada en la vida, mejor tratada, me encontraba<br />

<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />

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