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Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish

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Una mujer joven, de agradable apariencia, muy limpia, me abrió. Con la voz que puede<br />

suponerse en una persona desfallecida y desesperada le pregunté si necesitaban por<br />

casualidad una sirviente.<br />

-No -dijo-; no la necesitamos.<br />

-¿Sabe si me sería posible encontrar alguna clase de trabajo aquí -volví a<br />

preguntar-. Soy forastera, no conozco a nadie. Necesito trabajar, sea en lo que fuere.<br />

Pero ella no tenía por qué ocuparse de mí, ni buscarme un empleo, ni a sus ojos<br />

podía aparecer mi relato, situación y carácter sino como muy dudosos. Movió la cabeza,<br />

dijo que no podía informarme y cerró la puerta blanca. Con toda cortesía, pero la cerró.<br />

Si la hubiese tenido abierta un instante más, creo que le habría pedido un poco de pan,<br />

porque me sentía desfallecida.<br />

¿A qué volver al sórdido villorrio, donde ninguna perspectiva de ayuda se<br />

divisaba? Hubiera sido mejor dirigirme a un bosquecillo cercano, que se mostraba ante<br />

mis ojos brindándome un apetecible refugio, pero me hallaba tan débil, tan extenuada,<br />

que rondaba por instinto en torno a los sitios donde existía alguna posibilidad de hallar<br />

alimento. Imposible buscar la soledad mientras el buitre del hambre me clavaba tan<br />

cruelmente sus garras.<br />

Me aproximé a las casas, me alejé de ellas, volví a aproximarme de nuevo, y de<br />

nuevo me alejé, comprendiendo que no tenía derecho alguno a pedir nada ni a que nadie<br />

se interesase por mí. La tarde avanzaba mientras yo erraba de aquel modo, como un<br />

perro extraviado y hambriento. Al cruzar un prado divisé ante mí la torre de la iglesia y<br />

me dirigí hacia ella. Cerca del cementerio, en medio de un jardín, había una agradable<br />

casita, que no dudé que sería la del párroco. Recordé que los forasteros que llegan a un<br />

lugar donde no conocen a nadie, acuden a veces a los párrocos para pedir su ayuda. Y la<br />

misión de un sacerdote es socorrer, al menos con su consejo, a los que soliciten su auxilio.<br />

Reuniendo, pues, todo mi valor y mis débiles fuerzas, llegué a la casa y llamé a la puerta de<br />

la cocina. Abrió una anciana. Le pregunté por el párroco.<br />

-No está -dijo. -¿Volverá pronto?<br />

-No. Está a tres millas de aquí, en Marsh End, adonde le han llamado por haber<br />

muerto su padre súbitamente. Lo probable es que pase allá quince días.<br />

-¿Hay alguna señora en la casa?<br />

Contestó que no había nadie sino ella, y a ella, lector, no fui capaz de pedirle lo que<br />

necesitaba. Otra vez, pues, comencé a errar. Me quité el pañuelo que llevaba al cuello.<br />

Había vuelto a pensar en los panecillos de la tiendecita. ¡Oh, qué terrible tormento es el<br />

hambre! De nuevo me dirigí a la aldea, de nuevo entré en la tienda y, aunque había otras<br />

personas, dije a la tendera que si quería darme un panecillo a cambio de aquel pañuelo. Me<br />

miró con evidentes sospechas. -No; nunca hago tratos de esa clase.<br />

Casi desesperada, le rogué que me diese siquiera medio panecillo. Se negó también.<br />

¿Qué sabía dónde había cogido yo el pañuelo?, insinuó.<br />

-¿Quiere mis guantes a cambio? -No. ¿Qué voy a hacer con ellos?<br />

<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />

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