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Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish

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XXVIII<br />

Han pasado dos días. Es una tarde de verano. El coche me ha dejado en un lugar<br />

llamado Whitcross, ya que la cantidad pagada no alcanzaba para transportar más adelante<br />

y yo no poseía ni otro chelín siquiera. Ahora la diligencia se encuentra a una milla de mí<br />

y yo me hallo sola. En este momento descubro que he olvidado mi paquete en la valija del<br />

cochero, donde lo había colocado para mayor seguridad. Y, puesto que allí está, no hay<br />

más remedio que dejarlo continuar allí.<br />

Whitcross no es una ciudad ni una aldea, sino un simple poste indicador colocado<br />

en la confluencia de cuatro caminos y enyesado de blanco, supongo que para poderlo<br />

reconocer en la oscuridad. De aquel poste salen cuatro brazos que señalan cuatro distintas<br />

direcciones. La población más próxima dista diez millas; la más lejana, veinte, según se<br />

lee en los brazos indicadores. Por los muy conocidos nombres de aquellas ciudades,<br />

comprendí que me hallaba en un condado del Norte. La comarca estaba rodeada de<br />

montañas y a mi alrededor se extendían grandes páramos y pantanos. La población debía<br />

de ser poco densa; escasos viajeros recorrían aquellos caminos. Pero si alguno pasaba,<br />

ningún interés tenía yo en que me viera, ya que todos se hubieran maravillado de<br />

encontrarme perdida y sin sitio alguno al que ir, al lado de un poste indicador, en un<br />

camino. Quizá me preguntaran, yo acaso no supiera qué responder, y era probable que se<br />

extrañasen y sospecharan de mí. Ninguna ayuda humana cabía esperar, nadie que me<br />

viera me dedicaría un pensamiento amable o un buen deseo. No tenía otro amigo que la<br />

madre de todos: la naturaleza, y de ella únicamente debía solicitar calor y abrigo.<br />

Me interné entre los matorrales y a poco mis pies se hundieron en el cieno de un<br />

pantano. Retrocedí y, encontrando un saliente propicio en una roca de granito, me senté<br />

en él. Las márgenes del pantano me rodeaban, la roca protegía mi cabeza y el cielo cubría<br />

todas las cosas.<br />

Pasó tiempo antes de que me sintiese tranquila, porque temía que merodeasen por<br />

allí animales peligrosos, o que me descubriera algún cazador, furtivo o no. Si soplaba el<br />

viento, se me figuraba el bramido de un toro; si alguna cerceta levantaba el vuelo a lo<br />

lejos, confundía su figura con la sombra de un hombre. Al fin, viendo que mis temores<br />

eran infundados y que reinaba la soledad en torno mío, recobré la confianza. Hasta<br />

entonces no había pensado en nada, limitándome a ver, temer y escuchar. Pero ahora<br />

comenzaba a reflexionar de nuevo.<br />

¿Qué hacer? ¿Adónde ir? ¡Aterradoras preguntas! Tal vez la más cercana morada<br />

humana estuviera a mayor distancia de la que mis debilitadas fuerzas pudieran recorrer.<br />

Había de apelar a la fría caridad para lograr un albergue, corriendo el riesgo de tropezar<br />

con una repulsa casi cierta y aun con otros peligros.<br />

Toqué una mata de brezo. Todavía estaba caliente del sol que durante el día de<br />

verano la había besado. En el cielo sereno una estrella titilaba precisamente sobre mí.<br />

Caía un ligero rocío; no soplaba el viento. La naturaleza me pareció benigna y bondadosa<br />

para conmigo y pensé que, si de los hombres no me cabía esperar sino repulsas o insultos,<br />

en ella podía encontrar apoyo y abrigo. Al menos por una noche, debía ser su huésped:<br />

como madre mía que era, me daría alojamiento sin cobrármelo. Yo tenía aún un pedazo<br />

de pan, resto de una cantidad que comprara en una población que habíamos atravesado,<br />

<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />

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