Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish
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A nosotras todo aquello nos sabía a néctar y ambrosía. Pero quizá lo más agradable<br />
de todo, incluso más que aquellos delicados bocados con que se satisfacían nuestros<br />
hambrientos estómagos, era la sonrisa con que nuestra anfitriona nos ofrecía sus obsequios.<br />
Terminado el té, la inspectora nos hizo sentar una a cada lado de su butaca y entabló<br />
una conversación con Helen.<br />
Miss Temple mostraba en todo su aspecto una sorprendente serenidad, hablaba con<br />
un lenguaje grave y propio, y producía en todos los sentidos una impresión de agrado y<br />
simpatía en los que la veían y la escuchaban. Pero de quien yo estaba más maravillada era<br />
de Helen.<br />
La merienda, el alegre fuego, la amabilidad de la profesora habían despertado todas<br />
sus facultades. Sus mejillas se cubrieron de color rosado. Nunca hasta entonces las viera yo<br />
sino pálidas y exangües. El líquido brillo de sus ojos les daba una belleza mayor aún que la<br />
de los de Miss Temple: una belleza que no consistía en el color, ni en la longitud de las<br />
pestañas, ni en el dibujo perfecto de las cejas, sino en su animación, en su irradiación<br />
admirables. Su alma estaba en sus labios, y su lenguaje fluía cual un manantial cuyo origen<br />
yo no podía comprender. ¿Cómo una muchacha de catorce años ocultaba dentro de sí tales<br />
torrentes de férvida elocuencia? En aquella memorable velada, me parecía que el espíritu de<br />
Helen vivía con la intensidad de quien prefiere concentrar sus sensaciones en un término<br />
breve antes que arrastrarlas, apagadas, a lo largo de muchos años anodinos.<br />
Hablaban de cosas que yo no había oído nunca, de naciones y tiempos pasados, de<br />
lejanas regiones, de secretos de la naturaleza descubiertos o adivinados, de libros. ¡Cuánto<br />
habían leído las dos! ¡Cuántos conocimientos poseían! Los nombres franceses y los autores<br />
franceses parecían serles familiares.<br />
Pero cuando mi admiración llegó al colmo fue cuando Helen, por indicación de<br />
Miss Temple, alcanzó un tomo de Virgilio y comenzó a traducir del latín. Apenas había<br />
terminado una página, sonó la campana anunciando la hora de recogerse.<br />
No cabía dilación posible: Miss Temple nos abrazó a las dos diciéndonos, mientras<br />
nos estrechaba contra su corazón:<br />
-Dios os bendiga, niñas mías.<br />
A Helen la tuvo abrazada un poco más que a mí, se separó de ella con mayor<br />
disgusto y sus ojos la siguieron hasta la puerta. La oí suspirar otra vez con tristeza y la vi<br />
enjugarse una lágrima.<br />
Al entrar en el dormitorio escuchamos la voz de Miss Scartched: estaba<br />
inspeccionando los cajones y acababa de examinar el de Helen, quien fue recibida con una<br />
áspera reprensión.<br />
-Es cierto que mis cosas están en un desorden espantoso -me dijo Helen en voz<br />
baja.- Iba a arreglarlas, pero me olvidé.<br />
A la mañana siguiente, Miss Scartched escribió en gruesos caracteres sobre un trozo<br />
de cartón la palabra «descuidada» y colgó el cartón, a guisa de castigo, en la frente<br />
despejada, inteligente y serena de mi amiga. Ella soportó aquel cartel de ignominia hasta la<br />
noche, pacientemente, con resignación, considerándolo un justo castigo de su negligencia.<br />
<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />
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