Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish
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El suelo estaba endurecido, el aire en calma y el camino solitario. Anduve primero de<br />
prisa para entrar en - calor, y luego comencé a caminar más lentamente, para gozar mejor el<br />
placer del paseo. Daban las tres de la tarde cuando pasé junto al campanario de la iglesia. Un<br />
sol pálido y suave iluminaba el paisaje. De allí a Thornfield había una milla de distancia por<br />
un sendero cuyos bordes engalanaban en verano rosas silvestres, avellanas y zarzamoras en<br />
otoño y escaramujos y acerolas en invierno; pero cuyo mayor encanto, de todos modos,<br />
consistía en su silencio y su soledad. A ambos lados extendíanse los campos desiertos.<br />
A mitad de camino, me senté junto a la puertecilla de una valía. Envuelta en mi<br />
manteleta y con las manos en el manguito, no sentía frío, a pesar de la fuerte helada que había<br />
congelado el arroyito que corría por el centro del camino.<br />
Desde mi asiento se distinguía, hacia el Oeste, la mole de Thonrfield Hall, cuyas<br />
almenas se recortaban bajo el cielo. Contemplé el edificio hasta que el sol se hundió entre los<br />
árboles. Entonces volví mi mirada hacia el Este.<br />
Sobre lo alto de la colina comenzaba a levantarse la luna, pálida aún como una ligera<br />
nube. De las chimeneas de Hay, medio oculto entre los árboles a una milla de distancia, salía<br />
un humo azul. Ningún ruido delatador de vida llegaba desde el pueblecillo, pero mi oído<br />
percibía el rumor de los arroyuelos en las laderas, argentinos los más cercanos, tenues como<br />
un murmullo los más remotos.<br />
Un bronco rumor de fuertes pisadas rompió el encanto de aquellos dulces rumores,<br />
como en una pintura el negro perfil de un roble o de un peñasco colocado en primer término<br />
rompe la armonía de los azules montes lejanos, de los suaves horizontes... Era evidente que<br />
un caballo galopaba por el camino.<br />
En aquella época yo era joven y toda clase de fantasías, ora brillantes, ora lúgubres<br />
poblaban mi mente: los recuerdos de los cuentos que me contaban de niña, y a los que la<br />
juventud añadiera renovados vigor y colores. Mientras procuraba distinguir entre la penumbra<br />
la aparición del caballo, evocaba ciertas historias de Bessie en las que figuraba un espíritu de<br />
los países del Norte de Inglaterra, el Gytrash, que en forma de caballo, mula o perro<br />
gigantesco, recorría los caminos solitarios y asaltaba a los viajeros.<br />
Antes de ver el caballo, distinguí entre los árboles un enorme perro a manchas blancas<br />
y negras, fiel reproducción del Gytrash de Bessie, pero al aparecer el corcel, que iba<br />
montado por un hombre, el hechizo se disipó. Nadie montaba nunca el Gytrash, éste andaba<br />
siempre sólo y, en fin, según mis referencias, los duendes muy rara vez adoptaban la forma<br />
humana. No se trataba, pues, de duende alguno, sino de algún viajero que por el atajo se<br />
dirigía a Millcote. Pasó ante mí y yo dejé de mirarle, mas a los pocos instantes oí un<br />
juramento y el ruido de una caída. El animal había resbalado en el hielo que cubría el camino<br />
y hombre y caballo se habían desplomado en tierra. El perro acudió corriendo y, viendo a su<br />
amo en el suelo y oyendo relinchar al caballo, comenzó a ladrar con tal fuerza, que todos los<br />
ámbitos del horizonte resonaron con sus ladridos. Giró alrededor del grupo de los dos caídos<br />
y luego se dirigió hacia mí, como única ayuda que veía a mano. Era todo lo que él podía<br />
hacer. Yo, atendiendo su tácita invitación, me dirigí hacia el viajero, que en aquel momento<br />
luchaba por desembarazarse del estribo. Se movía con tanto vigor, que supuse que no se<br />
había lesionado mucho, pero no obstante, le pregunté:<br />
-¿Se ha hecho daño?<br />
<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />
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