Charlotte Brontë Jane Eyre I - Rincon-Spanish
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Salí de Moor House a las tres de la tarde y hacia las cuatro me hallaba en<br />
Whitcross, esperando la diligencia que debía llevarme al distante Thornfield. En el<br />
silencio profundo de los caminos desiertos y las solitarias montañas, oí acercarse al<br />
coche cuando aún estaba muy lejos. Era el vehículo que, un año atrás, me dejara en<br />
aquel mismo lugar en plena desolación y desesperanza. Esta vez no tenía que entregar<br />
toda mi fortuna como precio del pasaje. Hice seña de que la diligencia parara, se detuvo<br />
y, una vez en marcha, me pareció ser la paloma mensajera que vuela del palomar.<br />
El viaje duró treinta y seis horas. Salí de Whitcross la tarde de un martes y en la<br />
mañana del jueves el coche se detuvo, para que bebiesen los caballos, ante una posada<br />
en medio de campos verdes e idílicas colinas que contrastaban con el áspero escenario<br />
de las montañas norteñas que acababa de abandonar. Reconocí el aspecto de aquel<br />
paisaje, como si viese un rostro conocido.<br />
-¿Está Thornfield muy lejos de aquí? -pregunté al posadero.<br />
-Dos millas a campo traviesa, señorita.<br />
«El viaje ha concluido», pensé. Me apeé, dejé mi equipaje en la posada,<br />
anunciando que volvería a buscarlo, pagué el pasaje, gratifiqué al cochero y el carruaje<br />
partió. El sol arrancaba destellos de la muestra de la posada, en cuyas doradas letras leí:<br />
A las armas de Rochester. Mi corazón latió con premura. Me hallaba ya en los dominios<br />
de mi amado. Luego un pensamiento amargo me invadió: «Acaso él hubiese cruzado el<br />
canal de la Mancha, acaso no estuviese en Thornfield, acaso valiera más pedir informes al<br />
posadero.»<br />
Temía, sin embargo, alguna mala noticia y no me resolvía a preguntar, ya que<br />
prolongar la duda era prolongar la esperanza.<br />
Ante mí se extendían los campos que cruzara el día de mi fuga. Los recorrí de prisa,<br />
contemplando el familiar panorama, los bosques, los árboles, las praderas y las colinas.<br />
Remonté, al fin, la ladera. Sobre mi cabeza volaban las cornejas. Un graznido quebró el<br />
silencio de la mañana. Crucé un prado, seguí un sendero y me hallé ante las tapias del patio.<br />
Aún no podía distinguir la casa. «Quiero verla por su fachada -pensé-, contemplar el<br />
espectáculo de sus almenares, la ventana de mi amado. Acaso esté asomado a ella -<br />
¡madruga tanto!- o bien pasee ante la puerta o por el huerto. ¡Oh, deseo verle, un instante<br />
siquiera! ¿Seré tan loca que corra hacia él? No puedo asegurarlo, no sé... ¿Y si él -¡bendito<br />
sea!corre hacia mí? ¡Ah! ¿Quién sabe si a estas horas está contemplando la salida del sol en<br />
los Pirineos o sobre los tranquilos mares del Mediodía...?»<br />
Di la vuelta a la tapia del huerto. Allí había un portillo que permitía entrar desde la<br />
pradera, entre dos pilares coronados por bolas de piedra. Ocultándome tras uno de los<br />
pilares podía observar la casa sin ser vista. Adelanté la cabeza con cautela, para comprobar<br />
si las ventanas de algún dormitorio estaban abiertas ya. Todo - fachada, ventanas, almenas-,<br />
quedaba desde allí al alcance de mis ojos.<br />
Si las cornejas que volaban sobre mi cabeza me hubieran examinado, habríanme<br />
visto hacer mis observaciones, primero recelosa y tímida, más tarde atrevida, al fin<br />
despreocupada. Y seguramente hubieran pensado: «¡Qué afectada desconfianza primero y<br />
qué necia confianza ahora!»<br />
Esto, lector, tiene su explicación. La ilustraré con un ejemplo:<br />
<strong>Brontë</strong>, <strong>Charlotte</strong>: <strong>Jane</strong> <strong>Eyre</strong><br />
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