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observaban fijamente.<br />

—No importa —le dijo ella—. Puedes tomar tarta de todos modos.<br />

Lo cogió de la mano y lo llevó hasta la mesa, donde le pidió a su madre que cortara la tarta<br />

para darle un trozo a Bill.<br />

—No hasta que hayan llegado todos tus invitados —le dijo Eileen.<br />

Claire resopló y le dijo que todo el mundo que le importaba ya estaba allí, y que quería<br />

hacer lo de la tarta y las velas en ese momento.<br />

Aquello estuvo a punto de convertirse en una escena, pero de repente, Bill le apretó la mano<br />

y le dijo que todavía no quería tarta, pero que estaría bien una limonada y, tal vez, si podía<br />

ser, unas patatas fritas. Entonces Eileen le sirvió limonada y patatas, él le dio las gracias<br />

amablemente y se fue corriendo al jardín, seguido de Claire.<br />

Ella nunca dejó de seguirle.<br />

Una vez, su madre dijo que eran almas gemelas, aunque también le dijo que antes o<br />

después superaría su devoción por Bill Hudson, y le advirtió que quizá algún día él se<br />

enamoraría de otra. A Eileen le preocupaba que ninguno de los dos parecía querer buscar a<br />

otra persona. Más tarde se tranquilizó cuando Bill se trasladó desde Dundalk, donde vivían, a<br />

Dublín, a ochenta kilómetros escasos, y Claire decidió pasar un año como au pair en Francia<br />

(a pesar de que a Eileen no le gustaba nada la idea de tener a su única hija lejos durante un<br />

año).<br />

—Será bueno que os separéis una temporada —le dijo el primer fin de semana después de<br />

que Bill se marchase a Dublín y mientras Claire se preparaba para irse a Montpellier.<br />

Claire no le confesó a Eileen que Bill y ella habían decidido lo mismo. Que habían acordado<br />

que conocerse desde hacía tanto y quererse durante tanto tiempo no era bueno. Nadie se<br />

casaba con el chico de al lado al que conocía desde los cinco años. Esas cosas no pasaban.<br />

Y si no experimentaban más cosas, le había dicho Claire a Bill solemnemente una noche en<br />

que estaban sentados en el muro de su casa, con las cabezas pegadas, podrían lamentarlo<br />

para siempre.<br />

Así que Bill se había ido a Dublín y Claire había volado a Francia, prometiéndose que se<br />

mantendrían en contacto y que no se apenarían cuando, inevitablemente, conocieran a otras<br />

personas.<br />

Claire fue la primera. No lo esperaba, atrapada en la diminuta ciudad de Floret, a unos diez<br />

kilómetros al sudoeste de Montpellier, y trabajando a todas horas (como le escribió a su<br />

madre) para la pareja irlandesa con la que estaba viviendo. Lo conoció un día en la plaza del<br />

pueblo. Roger Simenon, alto, moreno, guapo, y tan diferente al atractivo y amigable Bill Hudson<br />

como era posible serlo. Claire vio que Roger era un rompecorazones. Conocía los pasos que<br />

había que dar, las cosas adecuadas que decir y la halagó sin cesar hasta que al fin ella<br />

accedió a ir a Montpellier al cine con él. Y después la llevaría a cenar, le prometió. A un<br />

restaurante realmente bueno.<br />

No cabía ninguna duda de que Roger era encantador, guapísimo y hacía que su corazón<br />

latiera más de prisa. Entonces, una noche, él le dijo que había reservado una habitación en una<br />

pequeña pensión.<br />

Claire lo miró sin decir nada.<br />

—Quieres hacerlo, ¿verdad? —le preguntó—. No quiero que hagas nada que no desees,<br />

ma mie, pero me parece que ya ha llegado el momento, ¿no crees?

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