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a nada, no era ésa su intención, pero lo había hecho. En líneas generales, lo que le podía decir<br />
a Georgia era que simplemente había que reunir valor y llamar. ¡Tampoco era tan difícil!<br />
—¡Vamos, Phy! —llamó y el perro la miró—. Me apetece pasear.<br />
Phydough ladró para que Claire supiera que estaba de acuerdo y se fue a buscar la correa.<br />
Claire volvió a mirar la montaña de revistas. «Preguntar dónde está la comida para perros —<br />
pensó—. Todo eso es basura.» Y los contactos por Internet: ¡una pérdida de tiempo!<br />
Georgia estaba sentada en la hierba, al lado de la pista de baloncesto mirando un partido.<br />
Se había embadurnado con protector solar de factor altísimo porque el sol caía a plomo desde<br />
el cielo azul. Se bajó la visera de la gorra de béisbol azul marino para que le protegiera la cara.<br />
Robyn y Sive, otra de las chicas de su colegio, formaban parte de uno de los equipos y de<br />
vez en cuando les gritaba cosas para animarlas. Su partido había terminado antes, su equipo<br />
había llegado a la final. A Georgia le gustaba el baloncesto. Su altura le daba ventaja respecto<br />
a otras chicas de su edad, y lo sabía; a pesar de que tenía la misma constitución espigada de<br />
su madre, era fuerte. También se le daba bien el bádminton (la señorita Grainger le había<br />
dicho que era una atleta natural), pero no estaba segura de que a Claire le gustara que<br />
Georgia jugara a bádminton a nivel de competición ahora que ella lo había dejado. Sin<br />
embargo, ¿qué pasaría si la cogieran para ese deporte en el primer equipo el siguiente curso?<br />
No podía decepcionar a sus compañeros. Masticó una brizna de hierba y se preguntó por qué<br />
la vida tenía que ser tan complicada.<br />
El equipo se apiñó a un lado de la pista durante un tiempo muerto. Georgia, distraída, cogió<br />
unas margaritas del césped en el que estaba sentada e hizo una cadena con ellas. Le vino a la<br />
mente un recuerdo, como si alguien hubiera deslizado una fotografía ante sus ojos. Ella, con<br />
unos cuatro o cinco años. Un día precioso, como aquél. Llevaba un vestido blanco de organza,<br />
con calcetines y zapatos blancos. No recordaba qué celebraban, pero estaba claro que era<br />
algo familiar, por lo que Claire la había vestido de forma especial. Entonces su padre se había<br />
acercado a ella y le había colocado una pequeña corona de margaritas sobre sus rizos<br />
dorado-rojizos. «Mi pequeña princesa», le dijo, y la había levantado en brazos para darle un<br />
beso. Recordó haberle rodeado el cuello con los brazos y haberlo estrechado con fuerza, y<br />
entonces sintió su olor, un aroma de almizcle, masculino, tan distinto al de su madre. En aquel<br />
momento, el corazón casi le estalló de amor.<br />
Le echaba de menos, naturalmente, pero sabía que no con la misma intensidad que Claire.<br />
En la actualidad, sus recuerdos de él se estaban desvaneciendo, como el dolor por su pérdida,<br />
a pesar de que a veces se sentía culpable por ello. También se sentía mal por los meses<br />
posteriores al accidente, cuando dejó de hablar y Claire intentaba que ella no se diera cuenta<br />
de lo preocupada que estaba.<br />
—¿Puedo sentarme?<br />
Levantó la vista. Antes de que pudiera contestar, Jamesie O’Sullivan se había dejado caer a<br />
su lado.<br />
—¿Cómo estás? —le preguntó él.<br />
—El señor O Dálaigh está a quinientos metros —le dijo—. Así que lo que tengas que decir,<br />
dilo as Gaelige o tendremos problemas los dos.<br />
—Quería decirte que lo siento —respondió Jamesie.