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el siglo sovietico

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inferiores, al tiempo que la orientación política general queda en manos del

núcleo. Sin embargo, en el sistema que nos ocupa, el líder supremo confundió

su propia seguridad con la del país y vio cada fracaso como una falta que

había que castigar. Un jefe así debía parecer omnipotente, de ahí que, en un

país con una falta acuciante de cuadros, Stalin pudiera declarar que «no hay

nadie insustituible», una fórmula tanto más falaz por cuanto era falsa.

EL DOMINIO DE LOS TALENTOS Y SU UTILIZACIÓN

Las características a las que nos hemos referido anteriormente, incluida la

gestión práctica a pequeña escala, también se pueden aplicar a las políticas

culturales y, por descontado, a las relaciones del gobierno con las principales

figuras del mundo de la cultura y de la ciencia. En este extremo, la dictadura

de Stalin fue innovadora.

En cuanto Stalin se vio firmemente instalado en la poltrona, emergió otro

rasgo más de su personalidad: una curiosa fascinación, una mezcla de

atracción y repulsión, por el genio o el gran talento, una urgencia por

dominarlo, utilizarlo, humillarlo y, en última instancia, destruirlo, algo así

como si se tratara de un niño que afirma su posesión de un juguete

destrozándolo. El trato que Stalin dispensaba a grandes escritores, científicos

o figuras militares da cuenta de esta tendencia a la destrucción. Algunos de

ellos quedaron inexplicablemente a salvo, pero el hecho de que se interesara

por alguien siempre resultaba peligroso, cuando no ominoso, para el

personaje.

Esta cuestión nos abre la puerta de otra faceta importante de la insaciable

sed de Stalin por el control total de su mundo. Decidió aprovecharse del poder

de la ficción en las novelas, las obras de teatro y las películas, para

introducirse en la mente y en el alma de sus súbditos, en su sistema

emocional. Era consciente, y lo envidiaba, del poder de un escritor que, por sí

solo, podía hacer suyos los pensamientos y las emociones de millones de

personas de un modo más eficaz que toda la agitprop del mundo. Para él, el

arte era una herramienta que le podía rendir un gran servicio, siempre y

cuando se formara a los creadores y su trabajo fuera revisado personalmente,

una situación en la que Stalin ejercería, en cierto sentido, de editor y asesor o

discutiría con los autores la conducta de sus protagonistas. Como ya se habrá

dado perfecta cuenta el lector, estos «protagonistas» debían obedecer, y no

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