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el siglo sovietico

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en función de la gravedad del crimen. De las seis clases de regímenes

penitenciarios que hemos mencionado, el número de internos en las dos más

severas era reducido, aunque desgraciadamente carecemos de las cifras

exactas. Estos juristas también se mostraban partidarios del principio de

«individualización», es decir, de adaptar el castigo y la reeducación a la

personalidad del condenado, en virtud del principio de que todo el mundo

puede reformarse.

Sería lógico pensar que estos «principios» eran inaceptables para los

conservadores, e incluso para algunos liberales que no creían que los

celadores o los funcionarios de prisiones pudieran educar a nadie y que

temían las consecuencias negativas de estas medidas.

No es éste el lugar para comentar otros aspectos debatidos por los juristas,

aunque hay uno que ya hemos mencionado que merece que le prestemos de

nuevo nuestra atención: la premisa básica de que un prisionero seguía siendo

un ciudadano. En sí misma, esta idea desafiaba una tendencia tan arraigada

entre los soviéticos como la de la represión. La categoría misma de «enemigo

del pueblo», y el tratamiento especial que se dispensaba a quienes pertenecían

a ella, había sido condenada implícita, y a menudo explícitamente, en muchos

textos desde los años sesenta. Las disposiciones por las que se perseguía a la

gente por «crímenes contrarrevolucionarios» o como «enemigos del pueblo»

desaparecieron del código penal, y esas expresiones se desvanecieron de la

terminología empleada por los agentes de la ley. En 1961 fueron sustituidas

en el código por seis párrafos que se ocupaban de «los crímenes más

peligrosos contra el Estado», la base para la posterior persecución de los

opositores políticos, aunque, a diferencia de la furia mostrada por el

estalinismo, éstos no serían condenados a muerte. El castigo contra tales

crímenes era la pérdida de la ciudadanía soviética y la expulsión de la URSS,

algo que en sí mismo no era ninguna atrocidad. La definición de la culpa

debía establecerse en función de los códigos soviéticos, y fue así como la

arbitrariedad dejó de ser la norma. Sin embargo, el mero hecho de perseguir a

los opositores políticos, o incluso a cualquier ciudadano que manifestara una

simple crítica, era motivo de sonrojo para el gobierno soviético, a escala

internacional pero también nacional.

No es fácil asegurar que se respetaran en la práctica el texto y el espíritu

de la legislación aquí evocada. No ha caído en mis manos una monografía

fiable sobre el sistema de prisiones de la etapa postestalinista, salvo en lo que

se refiere a las condiciones de detención de los prisioneros políticos,

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