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el siglo sovietico

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Estado duro, una postura que contradecía su orientación e ideología previas.

Además, aunque estaban más cercanos a una visión verdaderamente

democrática y rechazaban categóricamente las conclusiones de Miliukov y

Lenin, nunca dejaron de «anhelar a Miliukov», lo cual era un espejismo, dado

que Miliukov ansiaba el «puño de hierro» de un monárquico: otro espejismo.

No es de extrañar que nada pareciera viable.

El gobierno había puesto rumbo a la bancarrota financiera. El ministro de

Economía, Shingarev, describió la catástrofe que se avecinaba del modo

siguiente. Antes de la guerra, el dinero en circulación ascendía a 1.600

millones de rublos en billetes y a 400 millones en oro. Sin embargo, durante

la guerra, en lugar de los 6.000 millones de rublos previstos, se habían

imprimido 12.000 millones, lo que derivó en la alta inflación que definió

como un «dulce veneno». La revolución había desatado unas expectativas

enormes entre la población; todo el mundo había visto aumentar sus salarios y

las pensiones. Los gastos siguieron creciendo, pero las arcas del Estado

estaban vacías. Se emitían treinta millones de rublos al día (lo que precisaba

de 8.000 trabajadores). ¿Cómo se debía acabar con este caos? Era imposible

imprimir más de mil millones de rublos al mes y, dada la inflación, el coste de

la operación ascendía a 1.500 millones. En el ejército había enroladas diez

millones de personas: «La sangre mana en el frente, pero en la retaguardia

tenemos lo que podríamos llamar un festín en medio de esta plaga. El país

está al borde de la ruina. ¡La patria está en peligro!» [5] .

Los informes de la policía procedentes de todo el país daban fe del

creciente malestar de las zonas rurales, del deterioro de los suministros de

comida y del penoso estado del ejército. En este lúgubre contexto, el gobierno

provisional, compuesto fundamentalmente de revolucionarios socialistas y

mencheviques, y con la participación simbólica de algunos propietarios, cayó

en la cuenta de que ya no controlaba nada, de que su legitimidad disminuía

cada día que pasaba y de que se estaba quedando sin espacio para maniobrar.

La necesidad de una coalición nueva y revitalizada le llevó a convocar, el 14

de septiembre, una «Asamblea Democrática» que tendría que elegir un

«parlamento previo» no oficial encargado de negociar la creación de un nuevo

gobierno provisional fuerte con algo de prestigio (o eso confiaban). Sin

embargo, cualquiera que observara los debates y las posturas del parlamento

previo elegido por la Asamblea llegaba a la conclusión de que carecía

totalmente del deseo y de la habilidad política para la creación de un nuevo

Estado. Lo único que podía ofrecer era una sarta interminable de discursos.

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