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el siglo sovietico

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simplemente como un calvario. En muchas autobiografías podemos apreciar

que sus autores oscilan entre ambos extremos. Que tanta gente, simultánea o

posteriormente, se negara a creer que Stalin era la imagen de la mente

criminal de un régimen basado en el terror puede guardar mucha relación con

aquellos aspectos de su política que estuvieron, indudablemente, al servicio

de los intereses del país. Muchos observadores rusos y no rusos coinciden en

que la victoria de la URSS en la segunda guerra mundial fue una gesta que

salvó al país y que tuvo un impacto internacional considerable, y que ni el

zarismo, ni cualquier otro régimen similar habrían podido lograrla. Por otro

lado, también la ignorancia, fruto del carácter reservado del Estado estalinista,

desempeñó un cierto papel en la propagación eficaz de la imagen del «gran

Stalin» tal y como la imponía el aparato.

Un enfoque académico no puede pasar por alto estos «extremos», aun

cuando no sea su propósito oscilar entre nociones deterministas como «No

había otra alternativa» y «Stalin era inevitable», o entre posturas encontradas

que ponen el acento en la dimensión fortuita, ilegal y arbitraria del fenómeno

estalinista. Es preferible, sin embargo, concentrarse en el curso real de la

historia, analizando el contexto, a saber, la interrelación de los factores

relevantes que dieron lugar a la consolidación de un régimen que abandonó

las reglas básicas del juego político, unas reglas que, sin lugar a dudas,

seguían vigentes en los primeros años de la NPE. El estalinismo fue,

precisamente, la otra cara de la moneda de un sistema unipartidista que había

perdido el control de la vertiente política. Nada cambia que el aparato siguiera

ostentando muchas funciones fundamentales del Estado. Se trata, más bien, de

un incentivo para seguir estudiando cómo permanecieron en pie una serie de

factores. El poder arbitrario de Stalin jamás fue inmune a los acontecimientos,

a todo cuanto progresaba o se empantanaba lentamente en el país, alrededor

de su persona y, en última instancia, en su persona.

El período comprendido entre 1928 y 1939 sobresale porque condensa los

problemas pasados y futuros del sistema soviético. Es fundamental

aprehender el sistema estalinista. No queremos decir con ello, sin embargo,

que suscribamos el cliché extendido que reza que no queda nada por estudiar.

Por más que ya lo hayamos repetido hasta la saciedad, conviene recordar las

muchas diferencias existentes entre el sistema estalinista, la NPE y el sistema

postestalinista, aun cuando los tres períodos tuvieran mucho en común. El

estudio de la década de los años treinta debería servir para arrojar luz sobre

este aspecto, así como sobre otros problemas que forman parte de la

imbricada historia de Rusia.

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