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el siglo sovietico

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eran antiguos colaboracionistas. El régimen tenía, asimismo, muchos

enemigos: en Ucrania, Lituania y Letonia, la guerrilla se enzarzó en combates

con el Ejército Rojo. La reconstrucción del sistema y la recuperación de la

calma exigían paciencia, y comportaron un número de bajas importante. Con

todo, el país se embarcó con decisión en la tarea de insuflar oxígeno a la

economía. Y, si bien en 1953 ya se habían recuperado en muchos ámbitos los

niveles anteriores a la guerra (los de 1940), no se puede decir lo mismo en lo

tocante a los bienes de consumo. En este sentido, la URSS de 1945-1953 era

todavía un país cuya población pasaba hambre o, cuando menos, apenas tenía

qué llevarse a la boca.

Conviene aquí poner el acento en lo siguiente: la reconstrucción, por

impresionante que fuera en determinados sectores, empezando por la

producción de armamento, y más concretamente la de armas atómicas,

coincidió con la restauración del estalinismo, un sistema profundamente

disfuncional y que estaba en plena degeneración. Esta restauración coincidió

con un regreso a un terror deliberado, el principal instrumento político del

viejo dictador, y con la promulgación de una ideología retrógrada nacionalista

basada en la idea de la «gran potencia». Abiertamente abrazada por el

dictador durante la guerra, el molde autocrático de la Rusia imperial

contribuyó a perfeccionarla.

El régimen político era la dictadura personal de un hombre cuyos títulos

prácticamente rivalizaban con los de los zares, y que impuso entre las altas

instancias de la burocracia una réplica de la «tabla de rangos y uniformes» de

Pedro el Grande. La referencia a la «Gran Rusia Sagrada» en el himno

nacional de la Unión como símbolo máximo del Estado y de su ideología fue

la guinda que coronó este pastel retórico en el que se mezclaba lo nuevo con

lo viejo. La adhesión popular quedaba garantizada por el terror. Nada hay más

característico de este aspecto de la «restauración», que al parecer se saldó con

un cierto éxito, que las cifras del gulag. Después de disminuir el número de

internos hasta los 800.000 durante la guerra, en 1953 la cifra superaba los 3

millones. Si a estos números añadimos los exiliados y los encarcelados,

llegamos a un total de 5 millones, un récord absoluto; aun así, ese mismo año

esa cifra empezó a disminuir una vez más. Entretanto, no se apreciaba

ninguna transformación política de importancia. Stalin seguía planeando

cambios de personal y ningún miembro de la cúpula sabía dónde (o cómo)

acabaría: Molotov y Mikoyan, por ejemplo, estaban convencidos de que

serían liquidados. La cantidad de nombramientos y de reorganizaciones, una

repetición del constante juego de las sillas ministerial de los últimos días del

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