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el siglo sovietico

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por fin, el país tenía un «jefe» (joziain). La tarea que tenía ante sí era

mastodóntica: superar los efectos de este proceso iniciado por Stalin y que

había despojado al Partido de cualquier derecho político. Esta tendencia no se

había invertido después de la muerte del jefe supremo, y el Partido era,

todavía, una organización cuyos miembros carecían de derechos y cuyos

líderes se engañaban a sí mismos cuando afirmaban que se dedicaban a la

política. Seguían sin tener voz y no podían hacer nada frente a una clase

administrativa que había dejado de prestarles atención. Era preciso reconstruir

un Partido que respondiera al llamamiento de sus líderes para poner en

marcha un paquete de reformas: si tenía ante sí una jerarquía decidida que

estuviera en disposición de movilizar a las bases, las posibilidades de

subsistencia de la burocracia recalcitrante serían escasas. Andropov parecía

prepararse para repetir la famosa pregunta de Lenin de mayo de 1917: «¿Qué

partido tendrá el valor de cargar con el poder a sus espaldas?», y respondió

así: «Ese partido existe», provocando las carcajadas de los antileninistas

congregados.

Describió el régimen soviético como un «Estado sin sistema político», un

esqueleto imponente sin carne cubriendo los huesos. Deberían haberse dado

cuenta de ello —parece que algunos lo advirtieron—, lo que habría permitido

poner en marcha diversas iniciativas con vistas a crear lo que les faltaba:

mayor libertad para indagar, informar y discutir, sindicatos libres y la

refundación (o la repolitización) del Partido. Resucitar la vida política interna

del Partido, bien en forma de fracciones, como programa, corrientes de

opinión o en unos estatutos, tal y como había recomendado Osinski-

Obolenski en Pravda en 1920; tal era el programa formulado por Andropov

seis décadas más tarde, un año antes de que se lo llevara una enfermedad.

EL PESO DE LA HISTORIA

Lo que sucedió en el sistema soviético a partir de finales de los años sesenta

marca la reaparición de un cúmulo de rasgos que habían infestado la Rusia

zarista durante siglos y que el país jamás logró sacudirse de encima. Parecía

como si sucumbiera al peso de la historia, de un pasado que creían

desaparecido pero que había vuelto. La vieja Rusia, donde el desarrollo del

Estado y su poder siempre habían ido por delante de los progresos sociales,

acabó tropezando: el sistema político se bloqueó, impidiendo los avances

económicos o sociales. Y ahora se repetía el guión, y en el mismo siglo.

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