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el siglo sovietico

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concluía, como ya había hecho Lenin en el pasado, afirmando que era muy

difícil devolverla al recto camino. Los abusos y los escándalos eran tales que

se había propuesto tomar medidas urgentes. Sin embargo, lo máximo que se

conseguiría de este modo sería deshacerse de algunos caraduras, que no

tardarían en ser sustituidos por otros, sumiendo en la desesperación a los

miembros del Cuerpo de Inspectores Proletario-Campesino. Se suponía que

ese comisariado debía dar ejemplo y gozar de una autoridad incontestable

entre el resto de agencias gubernamentales, pero esta exigencia entrañaba un

cierto peligro, pues ninguna agencia podía estar a la altura de semejantes

expectativas. Todo el mundo conoce, prosiguió, las disputas típicas que se dan

en el seno de la agencia y ningún departamento está preparado para aceptar

las soluciones que propone otro cuerpo, especialmente si éstas pueden

provocar cualquier inconveniente, por pequeño que sea. Las grandes agencias

gubernamentales, cuya misión es coordinar la actividad de otros organismos

de menor rango, se desmembran por causa de esas mismas pugnas y sus

decisiones suelen ser producto únicamente de mayorías fortuitas. Los cuerpos

supraministeriales, como el Consejo del Trabajo y de la Defensa o los

consejos económicos regionales, carecen del poder necesario porque el

Partido, ofendido, apela al Consejo de Comisarios y logra, con frecuencia,

que sus decisiones se revoquen. «En una palabra —afirmaba Kuibishev—, no

daréis en este sistema con un solo cargo que no esté en el ojo del huracán». Y

añadía: la gente confía aún en que el Cuerpo de Inspectores Proletario-

Campesino encuentre el modo de convertirse en esa autoridad.

Por increíble que parezca, en ese diagnóstico que revelaba la ausencia de

autoridades indiscutibles, no se decía que el Politburó fuera una excepción,

aunque tampoco podemos concluir que se tratara de un descuido.

El propio Politburó buscaba la manera de remediar la situación, sobre

todo destituyendo a viejos cuadros del aparato y formando a nuevos, y

sabemos lo suficiente de Stalin para intuir a estas alturas que, a su entender,

una organización defectuosa como aquella no equivalía a otra cosa que al

sabotaje a gran escala.

En 1940, ya con las grandes purgas en el recuerdo, el comunismo «sin

deformaciones», y más concretamente «sin burocratización», que algunos

habían presagiado seguía quedando muy lejos. Basta leer estos lamentos

publicados en Izvestia, que recogen las palabras que Kuibishev pronunciara

doce años antes: «Muchos departamentos y agencias superfluas han crecido

en nuestra administración estatal, un sinfín de superestructuras cuyos

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