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el siglo sovietico

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más vaga, fue rápidamente aprovechado para combatir no sólo lo que se

consideraban tendencias contrarias al régimen sino también, y ante todo, a la

propia organización en el poder, en cuyo nombre se llevaban aparentemente a

cabo las operaciones. Los miembros del Partido, así como el conjunto de

antiguos miembros, se convirtieron en el objetivo de una caza de brujas en un

período en que no existía una oposición seria a Stalin, a menos que

consideremos como oposición la actitud de quienes renunciaban o

abandonaban sus obligaciones en el Partido, o las muchas quejas y críticas

procedentes de las bases, e incluso de algunos miembros de la cúpula, quejas

denunciadas por cualquier persona que tuviera conocimiento de ellas.

Así, conforme Stalin se iba enrocando más y más en la cúspide y a medida

que la categoría de «crímenes contrarrevolucionarios» se convertía en una

definición más y más vaga tanto en el código penal como en la práctica, las

agencias de seguridad se zafaron del control de la ley y de las autoridades

legales para ampliar el radio de sus poderes punitivos arbitrarios. Existía una

auténtica maquinaria del terror, lista para caer sobre quienquiera que fuera. El

hecho de ser miembro del Partido, viejo o nuevo, ya no era relevante, sino

algo incluso peligroso. Stalin tenía varias cuentas pendientes con muchos

miembros de lo que se suponía era su propio Partido, incluidos algunos de

aquellos que le habían ayudado a llegar hasta la poltrona. Con el Partido

domesticado y la policía totalmente desatada y subordinada directamente al

líder, el camino estaba expedito para que Stalin encabezara en solitario, sin

«sentimentalismos» o controles, un Estado profundamente centralizado. De

hecho, dicho Estado era una máquina de guerra dispuesta al combate y

armada con todas las herramientas necesarias para llevar a cabo dicha misión.

Como enuncia el título de la primera parte, había en ese Estado un

componente de «psique». Es de destacar que los de la «vieja guardia»,

excepción hecha de Lenin, no fueran capaces de ver durante tanto tiempo de

qué era capaz Stalin. Cuando lo advirtieron, ya era demasiado tarde. ¿Acaso

estaban demasiado «occidentalizados» para descifrar una mentalidad tan

retorcida? ¿O simplemente eran miopes? ¿O, por decirlo de un modo más

amable, seguían demasiado impregnados de la ideología socialista para darse

cuenta de que habían iniciado un viaje que los llevaba a las profundidades de

la Madre Rusia, y que habrían tenido que tomar un camino diferente para

evitar lo peor?

Cualquiera que sea la respuesta a esta pregunta, en cuanto las diferentes

tendencias de la vieja guardia —partidarios de Trotski, de Zinoviev o de

Bujarin, líderes que «surgieron» respectivamente después de la caída del

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