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el siglo sovietico

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creíble la «revolución cultural» que según los gobernantes se había producido

durante aquellos años. Con ese mismo fin, los documentos oficiales usaban

otra categoría, mucho más amplia y vaga: «gente cuya ocupación principal es

el trabajo intelectual». Este epígrafe se identificaba, aunque de una manera

ilegítima, con el de la intelligentsia, permitiendo así manipular la imagen que

el gobierno deseaba dar del desarrollo cultural del país. Ya en 1937, Molotov

anunció una cifra extraordinaria a la hora de hablar del número de

«intelectuales». Esta misma categoría tan volátil posiblemente subyaciera en

las imprudentes manifestaciones realizadas más tarde por los investigadores

soviéticos, que declararon, bajo coacción, que, «a principios de los años

cuarenta, había quedado resuelto el problema de una intelligentsia popular».

Sin embargo, algunos de estos investigadores eran perfectamente conscientes

de que quienes disponían de un título emitido por una institución de

educación superior no eran sino un porcentaje de aquellos «cuya ocupación

principal es el trabajo intelectual». La mayoría eran praktiki, gente que había

aprendido su profesión sobre la marcha o después de haber asistido a cursos

de formación intensivos, sin una educación profesional a pesar de que su

trabajo precisaba de conocimientos especializados [4] . A principios de 1941, la

formación inadecuada era un fenómeno bastante habitual entre los

trabajadores considerados como «ingenieros» en el mundo de la industria. De

cada 1.000 trabajadores, 110 eran ingenieros o técnicos, pero sólo el 19,7 por

100 poseían un título de un instituto de educación superior y el 23 por 100

uno de una escuela secundaria; el 67 por 100 restante eran praktiki, que

posiblemente jamás habían finalizado sus estudios secundarios. Otro tanto

sucedía con otros grupos profesionales, todos ellos inmersos en un proceso de

crecimiento cuantitativo que superó la capacidad del país para darles una

formación adecuada.

El ritmo acelerado de industrialización era la causa inevitable de tales

carestías, así como los costes económicos y socioculturales que conformaban

el panorama que describiremos a continuación. Si en 1929, los obreros

industriales tenían, de media, no más de 3,5 años de educación primaria a sus

espaldas, y 4,2 a finales de 1939, aquellos «cuya principal ocupación es el

trabajo intelectual», o dicho de otro modo más simple, los oficinistas, no

ofrecían unas cifras mucho mejores, sobre todo si eliminamos a los que

pertenecían a la categoría de «especialistas». Tan sólo podemos considerar

como «especialistas» al 3,3 por 100 de los «empleados», que representaban el

16,6 por 100 de la población en activo, a pesar de que en su mayoría no

hubieran completado la educación secundaria. Esto, sin embargo, no impidió

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