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el siglo sovietico

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caracterizaron. Cualquier similitud entre ambos regímenes, incluso la

posibilidad misma de que pudiera ser así, constituía ya un peligro para las

libertades, el santo y seña de esa gran batalla.

A pesar de la contribución de académicos de renombre implicados en

investigaciones rigurosas, las representaciones del sistema soviético estaban

evidentemente influidas por la realidad política e ideológica de un mundo

polarizado. La extraordinaria difusión de opiniones ideológicamente

connotadas, emitidas por agencias gubernamentales, medios de comunicación

o publicistas que apenas mostraban interés alguno por apoyar sus

declaraciones con hechos o argumentos, guiaban a la opinión pública en una

dirección concreta. Mientras el debate sobre otros problemas, países o

episodios seguía abierto, en cuanto se hablaba de la Unión Soviética surgía un

«discurso público» basado en afirmaciones profundamente arraigadas y que,

sin embargo, estaban aún por verificar.

Dejemos de lado la importancia unilateral que la propaganda concede a

delitos y crímenes para centrarnos en las limitaciones de tipo metodológico.

De hecho, la investigación objetiva, metodológica y contrastada tuvo que

enfrentarse a unos patrones de pensamiento rígidos, tan extendidos entre el

público como entre los pensadores, y que eran:

1. tomar a líderes y agencias gubernamentales como los actores

principales en lugar de convertirlos en objeto de estudio con el fin de

comprender en qué trabajaban y qué dictaba sus acciones.

2. estudiar la URSS fijándose principalmente en su carácter

«antidemocrático», lo que suponía hacer una lista interminable de sus

rasgos «no democráticos», y ocuparse de lo que no era el país en lugar

de analizar qué era. No olvidemos que la democracia sigue sin ser la

única forma de gobierno existente en el planeta y que es preciso

estudiar las premisas de otros sistemas para entenderlos.

3. pasar por alto el contexto histórico en que se desarrollaron las acciones

de los líderes y al que se enfrentaron. El ahistoricismo es un error

demasiado extendido y el más grave de todos, porque ninguna acción

humana se produce en la nada, no es un deus ex machina. Pongamos

un ejemplo: en 1916-1917, Lenin no perseguía la destrucción de un

sistema próspero, sino todo lo contrario. Al igual que millones de

personas, vivía en un mundo que estaba al borde del colapso y en una

Rusia que se desintegraba, y pasó a la acción sin tener garantías de que

no perecería antes incluso de enfrentarse a las catástrofes que se

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