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el siglo sovietico

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veintiséis años para los dos delitos principales (en ocasiones, los tribunales

supremos reducían o anulaban las sentencias)— no es tan sólo una estadística,

sino un indicador: el estalinismo había quedado atrás y la URSS ya no era el

«imperio del mal», una imagen común en Occidente. Las invectivas

apocalípticas de este estilo hacen que, en comparación, la Unión Soviética

pareciera un país más bien inocente. Los líderes deberían aprender a medir

sus palabras, no fuera que se volvieran en su contra.

Cualesquiera que fueran las cifras exactas, las agencias de Andropov

perseguían y espiaban sin miramientos a los disidentes, cuyas figuras más

conocidas eran Solzhenitsin, Sajarov y, posteriormente, Sharanski. Se

confiscaron materiales comprometedores y buscaron testigos hostiles que

fueron inducidos a testificar. No obstante, podemos hacernos una idea más

clara del enfoque concreto que adoptó Andropov, al frente del KGB desde

mediados de 1967, si lo comparamos con lo que habrían querido verle hacer

los «conservadores normales» en cada uno de los casos. Es cierto que éstos ya

no pedían la pena de muerte, pero seguían mostrándose partidarios de

perseguir legalmente los delitos y de arrancar sentencias lo suficientemente

duras para que los chivos expiatorios se esfumaran, exiliándolos así a una

región remota donde nadie pudiera verlos ni oír sus palabras. En cada uno de

los casos, Andropov insistió para que se adoptara una solución más clemente,

principalmente la expulsión de la Unión Soviética. Sajarov, por ejemplo, se

tuvo que exiliar en Gorki, una ciudad cuyo clima y condiciones de vida no

diferían mucho de las de Moscú. El modo en que Occidente se sirvió para sus

propios fines de cada uno de los casos, y de todo el movimiento de los

disidentes, y la manera en que diferentes disidentes respondieron al

llamamiento de Occidente, no pasaba inadvertido a ojos del responsable del

KGB, ni tampoco lo dejaban indiferente, con independencia de que una

«clemencia» excesiva pudiera provocar el fin súbito de su carrera.

La literatura occidental sobre los disidentes es abundante, pero nos

ceñiremos a algunos puntos y, en primer lugar, al caso de Solzhenitsin, que,

junto con Sajarov, fue el más famoso de todos, a pesar de que cuesta imaginar

a dos personalidades tan dispares. Al referirnos a Solzhenitsin, no podemos

dejar de mencionar el célebre caso de un opositor que actuaba desde dentro

del sistema, el poeta Alexander Tvardovski, editor de la publicación literaria

Novyi Mir. Sajarov, Solzhenitsin y Tvardovski conforman el «paradigma» de

oposición política y crítica social, pues sus discursos abrazan todas las

tendencias, desde la protesta abierta a la «emigración interna» silenciosa por

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