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ficio se esperaba conservarla exenta de todo accidente.
Pero debia extraerse una cantidad considerable
para la confección de cartuchos en el convento de
S. Agustin, y el descuido de los conductores habia
causado la explosión de los carros en queso acababa
de cargar, comunicando de ellos el fuego al almacén
general que voló con estrepito y fragor aterradores.
El Seminario con sus aulas, biblioteca y gabinetes
científicos y, con él, muchas de las casas
inmediatas, se derrumbaron por la acción directa de
los gases, empujadas por las grandes masas que se
desprendían de aquel sólido monumento ó conmovidas
por el estruendo de la explosión. Los que custodiaban
el almacén, los que movían la pólvora,
conductores y guardias, los habitantes del Seminario,
los vecinos de las casas arruinadas y hasta los transeúntes
por las calles próximas, sorprendidos por
aquel huracán de fuego, cayeron también arrastrados
por los edificios en su derrumbamiento ó bajo
las moles inmensas que de ellos se desprendían hasta
una distancia increíble. Todo Zaragoza se sintió
conmovido como en un violento terremoto, y no
hubo un sólo habitante que no quedase aterrado y
estupefacto, cual si allá en las nubes se escuchara
el tremebundo anuncio del juicio universal. Más no
tardó en conocerse la causa de tanto estrépito y de
tamaña conmoción: la columna inmensa de humo
que se elevaba sobre el Seminario con la magestad
imponente de quien se abria paso entre tanto extrago;
el sin número de fragmentos que volaban
por los aires, vigas enormes envueltas en llamas,
piedras ennegrecidas por la pólvora y cuerpos hu-