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No cesó el fuego en toda aquella noche, ni en el
siguiente dia, hasta la hora misma en que habia principiado.
A más de 1.400 llegó el número de bombas
y granadas que arrojó la artillería francesa sobre la
desgraciada población. Las primeras, por lo excesivo
de las cargas ó por lo elevado de la puntería, fueron
á caer en el Ebro y más allá aún en la orilla izquierda;
pero, observado por los oficiales franceses, se dio
menor alcance á los proyectiles que, de este modo,
empezaron á caer en la ciudad. Lo desacertado del
fuego en un principio, y el aliento que infundió en
los habitantes el ningún efecto que hacia en edificios
ni personas, contribuyó, en no pequeña parte,
á connaturalizarlos con un azote de que no habia
sido objeto Zaragoza en ninguna época de su historia.
Las gentes, despavoridas al comenzar el bombardeo
con el fragor horrísono que las habia despertado,
salieron á las calles y plazas, temerosas de
morir entre las ruinas de sus casas; pero á mediodía
estaban en su mayor parte ocupadas en impedir mayores
destrozos con desempedrar las calles y con
ocultar los objetos de algún valor y los de su cariño
en los caños ó sótanos tan comunes en Zaragoza.
Donde el fuego de las baterías francesas causó
verdadero estrago, fué en la Aljafería y, sobre todo,
en la puerta del Portillo y puntos próximos, á cuya
expugnación parecía encaminarse el pensamiento
del general Verdier. Las dos baterías de la derecha,
eran las que con sus fuegos curvos azotaban la ciudad;
las de la izquierda, armadas de cañones y dirigidas
á facilitar el asalto, se dedicaron á abrir brecha
en la Aljafería, á apagar los fuegos de la huerta