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ta Engracia y San José, aparecían defendidos con
artillería, aunque á descubierto, no habiendo tenido
los zaragozanos tiempo para levantar un sencillo
parapeto ni para abrir un foso, siquiera, que
impidiesen el primer golpe de mano.
La población permanecía sin otras defensas que
algunos cañones enfilando el llamado puente de
piedra sobre el Ebro, y dos ó tres barricadas que se
construyeron con gruesos maderos sobre la puerta
de San Ildefonso y el convento de Santo Domingo,
en la espaciosa avenida que desde la puerta de Sancho
conduce al templo de Nuestra Señora del Pilar
y al puente sobre el malecón que contiene el rio en
su orilla derecha. Zaragoza fiaba su suerte al patriotismo
de los habitantes que, á falta de recursos
militares, harían muralla de sus pechos denodados
y armas de sus brazos vigorosos.
Asienta la ciudad en una extensa llanura, sobre
la orilla derecha del Ebro cuyas aguas van lamiéndola
en un espacio considerable. Abierta y despejada
á Occidente, dando paso fácil á los varios caminos
que dirigen á Castilla y Navarra, cúbrela al Sur el
rio Huerba, poco caudaloso y, aunque encauzado en
márgenes pendientes, transitable en todo su curso
hasta confluir con el Ebro en el extremo oriental de
la población. Más lejos, y siempre hacia el Sur, el
canal Imperial se abre paso serpenteando por entre
unas suaves colinas como buscando altura para que
sus aguas, además de fertilizar la vega á que el profundo
Huerba niega el beneficio de las suyas, puedan
dar vida y movimiento á máquinas é ingenios
de industrias á que parecen convidar lo privilegiado