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posible á la mayoría de los habitantes, libraron á la
ciudad de los horrores de la guerra que, por otra
parte, habia ordenado el Emperador no se ejercieran
en las poblaciones que no ofreciesen resistencia á la
entrada de sus soldados.
Tal fué el combate de Cabezón; sin importancia
en cuanto á su resultado que debia preverse si se
comparaban los medios de que podia disponer cada
una de las partes beligerantes; pero de mucha, si se
tomaba como lección para que las tropas recien alistadas
y los generales que las mandaban no se comprometiesen
en empresas como la de combatir al
ejército francés en campo raso y sin abrigar á sus
reclutas con obstáculos en que el valor pudiera suplir
á la disciplina é instrucción indisputables de sus enemigos.
Las pérdidas, como es de suponer, fueron muy
distintas. Los españoles, blanco de una batería de
peis piezas servida por artilleros expertos, y perseguidos
de jinetes que dirigía quien pasaba por ser el
general más diestro en mandarlos, debieron contar
muchas bajas. La confusión, además, y los atropellos
que tuvieron lugar en el puente y en los vados, defendidos
estos desde el pueblo y las posiciones de la
orilla izquierda por soldados bisónos que con su fuego
hacían más daño á sus camaradas que á los franceses,
causaron muchas víctimas, formando entre
unas y otras un total que debe calcularse en 400 ó
500 muertos y heridos. De los franceses sólo fueron
n ni ortos 15 ó 20 y unos 30 heridos por el fuego de la
infantería en los principios del choque, desigualdad
de bajas que se comprende perfectamente con la lec-
TOMO n. 3