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Mario%20Puzo%20-%20El%20Padrino

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De la seguridad de los reunidos se encargó un grupo de hombres armados,<br />

vestidos con el uniforme de los guardias del banco. A las diez de la mañana<br />

empezó a llegar gente a la amplia sala. Además de las Cinco Familias de<br />

Nueva York, había representantes de otras diez Familias procedentes de<br />

diversos puntos del país, a excepción de Chicago, que era la oveja negra.<br />

Habían desistido de civilizarlos, por lo que no vieron la necesidad de invitarlos<br />

al importante cónclave.<br />

En la sala se había dispuesto un pequeño bar y bufé. Cada representante<br />

podía llevar un ayudante o secretario. La mayoría se habían hecho acompañar<br />

de sus “consiglieri”, por lo que entre los asistentes había pocos hombres<br />

jóvenes. Tom Hagen era uno de ellos, además del único no siciliano. Los<br />

demás lo miraban como a una especie de intruso.<br />

Hagen sabía qué conducta asumir. No hablaba ni sonreía. Cuidaba de su jefe,<br />

Don Corleone, con la misma deferencia con que un noble cuidaría de su rey; le<br />

servía bebidas frías, le encendía los cigarros... y todo ello con respeto, pero sin<br />

sombra de servilismo.<br />

Era el único de los presentes que conocía la identidad de los retratos al óleo<br />

que colgaban de las paredes. Casi todos eran de grandes financieros. Uno era<br />

Hamilton, el secretario del Tesoro, quien seguramente habría aprobado, pensó<br />

Hagen, que aquella reunión de paz se celebrara en una institución bancaria. No<br />

existía ninguna atmósfera mejor que la del dinero para entrar en razones.<br />

Se había previsto que la gente empezara a llegar entre las nueve y media y las<br />

diez de la mañana. Don Corleone, que en cierto modo era el anfitrión, pues<br />

suya había sido la idea de aquel cónclave, fue el primero en presentarse; una<br />

de sus virtudes más características era la de la puntualidad. El siguiente fue<br />

Carlo Tramonti, que se había establecido en el Sur de Estados Unidos. Era un<br />

hombre de media edad, de estatura superior a la normal en un siciliano y muy<br />

elegante. Su rostro, bronceado por el sol, estaba impecablemente rasurado. No<br />

tenía aspecto de italiano, sino que recordaba a uno de esos millonarios que<br />

aparecen fotografiados en las revistas a bordo de sus lujosos yates. La familia<br />

Tramonti obtenía sus ingresos del juego, y nadie, a juzgar por el aspecto de su<br />

Don, sería capaz de imaginar con cuánta ferocidad éste había erigido su<br />

imperio.<br />

Nacido en Sicilia, llegó a América a muy temprana edad. Creció y se hizo<br />

hombre en Florida, donde trabajó en el sindicato que, dominado por los<br />

políticos locales, controlaba el juego. Eran hombres muy duros, apoyados por<br />

policías también muy duros, y nunca se les ocurrió pensar que llegaría el día en<br />

que serían derrotados por el joven inmigrante siciliano. Su crueldad les<br />

sorprendió, y como consideraron que las ganancias obtenidas con el juego no<br />

eran lo bastante importantes, prefirieron no enfrentarse a él. Tramonti se ganó<br />

a los policías con el mejor y más sencillo de los sistemas: les pagó más de lo<br />

que les pagaban los políticos. Al dejarles sin protección policial, sus<br />

competidores se vieron obligados a cesar en sus negocios. Y luego, cuando fue<br />

amo y señor, comenzó a operar en Cuba, con la complicidad de altos<br />

funcionarios del régimen de Batista. Invirtió grandes sumas en los cabarets,<br />

casinos y prostíbulos de La Habana, y consiguió atraer a los norteamericanos<br />

ricos, tal como se había propuesto en un principio. Tramonti acabó

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