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De amor y de muerte

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--Disparan a las patas, mi Teniente-- replicó Faustino Rivera--. Los muchachos son <strong>de</strong> la<br />

región, se conocen, ¿cómo van a matar a un amigo?<br />

--¿Y ahora?<br />

--Ahora le toca a usted, mi Teniente.<br />

Mudo, el oficial terminó <strong>de</strong> compren<strong>de</strong>r, mientras el pelotón aguardaba observando el<br />

rocío que se evaporaba entre las piedras. También el fusilado esperaba al otro extremo<br />

<strong>de</strong>l patio, <strong>de</strong>sangrándose sin prisa.<br />

--¿No le habían contado, mi Teniente? Todos lo saben.<br />

No. No se lo habían contado. En la Escuela <strong>de</strong> Oficiales los prepararon para pelear contra<br />

los países vecinos o contra cualquier hijo <strong>de</strong> puta que invadiera el territorio nacional.<br />

También lo entrenaron para combatir a los maleantes, perseguirlos sin piedad, darles<br />

caza sin tregua, para permitir a los hombres <strong>de</strong>centes, las mujeres y los niños caminar<br />

tranquilos por la calle. Esa era su misión. Pero nadie le dijo que tendría que <strong>de</strong>strozar a<br />

un hombre amarrado para hacerlo hablar, no le enseñaron nada <strong>de</strong> eso y ahora el mundo<br />

se volvía al revés y <strong>de</strong>bía ir y darle el tiro <strong>de</strong> gracia a ese infeliz que ni siquiera se<br />

quejaba. No. Nadie se lo había dicho.<br />

Con disimulo el Cabo Primero le rozó el brazo para que el pelotón no viera la vacilación<br />

<strong>de</strong> su jefe.<br />

--El revólver, mi Teniente--susurró.<br />

Sacó el arma y cruzó el patio. El eco sordo <strong>de</strong> las botas sobre el pavimento retumbó en<br />

las entrañas <strong>de</strong> los hombres.

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