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De amor y de muerte

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cerro <strong>de</strong> don<strong>de</strong> surgieron <strong>de</strong> pronto las sombras <strong>de</strong> unos altos matorrales y el alivio <strong>de</strong> un<br />

mísero hilo <strong>de</strong> agua <strong>de</strong>scendiendo entre las piedras. Comprendieron que Pra<strong>de</strong>lio escogió<br />

ese refugio a causa <strong>de</strong>l manantial, sin el cual sería imposible sobrevivir en esos áridos<br />

montes. Se inclinaron en la vertiente para mojarse la cara, el pelo, la ropa. Al levantar la<br />

vista, Francisco vio primero las botas rotas, luego los pantalones <strong>de</strong> paño ver<strong>de</strong> y en<br />

seguida el torso <strong>de</strong>snudo enrojecido por el sol. Por último enfrentó el rostro moreno <strong>de</strong><br />

Pra<strong>de</strong>lio <strong>de</strong>l Carmen Ranquileo que los apuntaba con su arma <strong>de</strong> servicio. Le había<br />

crecido la barba y, como algas planetarias se le erizaba el cabello apelmazado por el<br />

polvo y el sudor.<br />

--Los mandó mi mamá. Vienen a ayudarte-- dijo Jacinto.<br />

Ranquileo bajó el revólver y ayudó a Irene a ponerse <strong>de</strong> pie. Los condujo a una cueva<br />

sombreada y fresca, cuya entrada se disimulaba con arbustos y rocas. Allí se tiraron <strong>de</strong><br />

bruces al suelo, mientras el niño conducía a su hermano en busca <strong>de</strong> la mochila<br />

rezagada. A pesar <strong>de</strong> sus cortos años y su escuálida figura, Jacinto se veía tan animado<br />

como al empezar la excursión. Durante largo rato Irene y Francisco quedaron solos. Ella<br />

se durmió al instante. Tenía el cabello húmedo y la piel quemada. Un insecto se posó en<br />

su cuello y avanzó hasta su mejilla, pero no lo sintió. Francisco movió la mano para<br />

espantarlo y rozó su cara, suave y caliente como una fruta <strong>de</strong> verano. Admiró la armonía<br />

<strong>de</strong> sus rasgos, los reflejos <strong>de</strong> su pelo, el abandono <strong>de</strong> su cuerpo en el sueño. <strong>De</strong>seó<br />

tocarla, inclinarse para sentir su aliento, acunarla en sus brazos y protegerla <strong>de</strong> los<br />

presentimientos que lo atormentaban <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el inicio <strong>de</strong> esa aventura, pero también lo<br />

venció la fatiga y se durmió. No oyó llegar a los hermanos Ranquileo y cuando le tocaron<br />

el hombro <strong>de</strong>spertó sobresaltado.<br />

Pra<strong>de</strong>lio era un gigante. Llamaba la atención su enorme esqueleto inexplicable en una<br />

familia <strong>de</strong> gente más bien pequeña como la suya. Sentado en la cueva, abriendo<br />

reverente la mochila para extraer sus tesoros, acariciando un paquete <strong>de</strong> cigarrillos para<br />

anticipar el placer <strong>de</strong>l tabaco, se veía como una criatura <strong>de</strong>sproporcionada. Había<br />

a<strong>de</strong>lgazado mucho, tenía las mejillas hundidas y profundas ojeras enmarcaban sus ojos

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