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De amor y de muerte

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por obra <strong>de</strong> magia. Los planos <strong>de</strong>l edificio estaban convertidos en un laberinto, cuando<br />

cambiaron súbitamente las reglas <strong>de</strong> los negocios. Los <strong>de</strong>coradores nunca llegaron al<br />

quinto piso, que conservó sus muebles <strong>de</strong> color in<strong>de</strong>finido, sus máquinas prehistóricas,<br />

sus cajones <strong>de</strong>l archivo y sus inconsolables goteras <strong>de</strong>l techo. Estas mo<strong>de</strong>stas<br />

instalaciones guardaban poca relación con el semanario <strong>de</strong> lujo allí editado. Usaban todos<br />

los colores <strong>de</strong>l arcoiris sobre papel satinado, portadas don<strong>de</strong> sonreían reinas <strong>de</strong> belleza<br />

ligeras <strong>de</strong> ropa y atrevidos reportajes feministas. Sin embargo, <strong>de</strong>bido a la censura <strong>de</strong> los<br />

últimos años, ponían parches negros sobre los senos <strong>de</strong>snudos y empleaban ismos para<br />

<strong>de</strong>signar conceptos prohibidos, como aborto, y libertad.<br />

Francisco Leal conocía la revista porque alguna vez se la compró a su madre. Sólo<br />

recordaba el nombre <strong>de</strong> Irene Beltrán, periodista que escribía allí con bastante audacia,<br />

mérito inmenso en aquellos tiempos. Por eso, al llegar a la recepción quizo hablar con<br />

ella. Lo condujeron a una amplia habitación dominada por un ventanal, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el cual se<br />

veía a la distancia la mole imponente <strong>de</strong>l cerro, soberbio guardián <strong>de</strong> la ciudad.<br />

Había cuatro mesas <strong>de</strong> trabajo don<strong>de</strong> funcionaban otras tantas máquinas <strong>de</strong> escribir y al<br />

fondo un perchero con trajes <strong>de</strong> brillantes telas. Un marica vestido <strong>de</strong> blanco peinaba a<br />

una muchacha, mientras otra aguardaba su turno, sentada inmóvil como un ídolo, sumida<br />

en la contemplación <strong>de</strong> su propia belleza. Le señalaron a Irene Beltrán y apenas la vio <strong>de</strong><br />

lejos se sintió atraído por la expresión <strong>de</strong> su rostro y la extraña cabellera revuelta sobre<br />

sus hombros. Ella lo llamó con una sonrisa coqueta, último requisito para concluir que esa<br />

joven podía robarle hasta los pensamientos, porque la había vislumbrado tal cual era en<br />

sus lecturas <strong>de</strong> la infancia y en los sueños <strong>de</strong> la adolescencia. Cuando se aproximó había<br />

perdido todo <strong>de</strong>splante y quedó <strong>de</strong> pie frente a ella, turbado, incapaz <strong>de</strong> apartar la vista<br />

<strong>de</strong> esos ojos acentuados por el maquillaje.<br />

Sacó por fin la voz y se presentó.<br />

-Busco trabajo-- dijo <strong>de</strong> sopetón, poniendo sobre la mesa la carpeta con sus muestras<br />

fotográficas.

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