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De amor y de muerte

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precioso en que la tenía para él, próxima, abandonada, vulnerable. Sintió el <strong>de</strong>seo como<br />

una oleada apremiante y po<strong>de</strong>rosa. El aire se atascó en su pecho y su corazón se disparó<br />

en frenético galope. Olvidó al novio tenaz, a Beatriz Alcántara, su incierto <strong>de</strong>stino y todos<br />

los obstáculos entre los dos. Irene sería suya porque así estaba escrito <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el<br />

comienzo <strong>de</strong>l mundo.<br />

Ella notó el cambio en su respiración, levantó la cara y lo miró. En la tenue claridad <strong>de</strong> la<br />

luna cada uno adivinó el <strong>amor</strong> en los ojos <strong>de</strong>l otro. La tibia proximidad <strong>de</strong> Irene envolvió a<br />

Francisco como un manto misericordioso. Cerró los párpados y la atrajo buscando sus<br />

labios, abriéndolos en un beso absoluto cargado <strong>de</strong> promesas, síntesis <strong>de</strong> todas las<br />

esperanzas, largo, húmedo, cálido beso, <strong>de</strong>safío a la <strong>muerte</strong>, caricia, fuego, suspiro,<br />

lamento, sollozo <strong>de</strong> <strong>amor</strong>. Recorrió su boca, bebió su saliva, aspiró su aliento, dispuesto a<br />

prolongar aquel momento hasta el fin <strong>de</strong> sus días, sacudido por el huracán <strong>de</strong> sus<br />

sentidos, seguro <strong>de</strong> haber vivido hasta entonces nada más que para esa noche<br />

prodigiosa en la cual se hundiría para siempre en la más profunda intimidad <strong>de</strong> esa mujer.<br />

Irene miel y sombra, Irene papel <strong>de</strong> arroz, durazno, espuma, ay Irene la espiral <strong>de</strong> tus<br />

orejas, el olor <strong>de</strong> tu cuello, las palomas <strong>de</strong> tus manos, Irene, sentir este <strong>amor</strong>, esta pasión<br />

que nos quema en la misma hoguera, soñándote <strong>de</strong>spierto, <strong>de</strong>seándote dormido. vida<br />

mía, mujer mía, Irene mía. No supo cuánto más le dijo ni qué susurró ella en ese<br />

murmullo sin pausa, ese manantial <strong>de</strong> palabras al oído, ese río <strong>de</strong> gemidos y sofocos <strong>de</strong><br />

quienes hacen el <strong>amor</strong> amando.<br />

En un <strong>de</strong>stello <strong>de</strong> cordura él comprendió que no <strong>de</strong>bía ce<strong>de</strong>r al impulso <strong>de</strong> rodar con ella<br />

sobre la tierra quitándole la ropa con violencia y reventando sus costuras en la urgencia<br />

<strong>de</strong> su <strong>de</strong>lirio. Temía que la noche fuera muy corta y la vida también para agotar ese<br />

vendaval. Con lentitud y cierta torpeza, porque le temblaban las manos, abrió uno por uno<br />

los botones <strong>de</strong> su blusa y <strong>de</strong>scubrió el hueco tibio <strong>de</strong> sus axilas, la curva <strong>de</strong> sus hombros,<br />

los senos pequeños y la nuez <strong>de</strong> sus pezones, tal como los había intuido al sentir su roce<br />

en la espalda cuando viajaban en la moto, al verla inclinada sobre la mesa <strong>de</strong><br />

diagramación, al estrecharla en el abrazo <strong>de</strong> un beso inolvidable. En la concavidad <strong>de</strong> sus<br />

palmas anidaron dos golondrinas tibias y secretas nacidas a la medida <strong>de</strong> sus manos y la

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