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De amor y de muerte

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no para hacer cabriolas indignas o contar chistes groseros, sino para <strong>de</strong>leitarlos con sus<br />

historias <strong>de</strong> esperpentos: la mujer barbuda, el hombre gorila tan forzudo que podía<br />

arrastrar un camión con un alambre sujeto por los dientes, el tragafuego capaz <strong>de</strong> engullir<br />

una antorcha encendida con petróleo pero no podía apagar una vela con los <strong>de</strong>dos, la<br />

enana albina al galope sobre las ancas <strong>de</strong> una cabra, el trapecista que se cayó <strong>de</strong> cabeza<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> el palo más alto y salpicó al respetable público con sus sesos.<br />

--El cerebro <strong>de</strong> los cristianos es igual al <strong>de</strong> las vacas-- explicaba Hipólito al finalizar la<br />

trágica anécdota.<br />

Sus hijos no se cansaban <strong>de</strong> oír una y otra vez los mismos cuentos, sentados en un<br />

círculo alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong>l padre. Ante los ojos maravillados <strong>de</strong> la familia, que escuchaba sus<br />

palabras suspendida en el tiempo, Hipólito Ranquileo recuperaba toda la dignidad perdida<br />

en funciones <strong>de</strong> pacotilla, don<strong>de</strong> era blanco <strong>de</strong> burlas.<br />

Algunas noches <strong>de</strong> invierno, cuando los niños dormían, Digna sacaba la maleta <strong>de</strong> cartón<br />

oculta bajo la cama y a la luz <strong>de</strong> una vela repasaba la ropa <strong>de</strong> trabajo <strong>de</strong> su marido,<br />

recosía los enormes botones rojos, zurcía roturas por aquí y pegaba parches estratégicos<br />

por allá, lustraba con cera <strong>de</strong> abeja los <strong>de</strong>scomunales zapatos amarillos y tejía en secreto<br />

las medias listadas <strong>de</strong>l disfraz. Había en su acción la misma ternura absorta <strong>de</strong> sus<br />

breves encuentros <strong>amor</strong>osos. En el silencio nocturno los pequeños sonidos se<br />

agrandaban, la lluvia golpeaba sobre las tejas y la respiración <strong>de</strong> sus hijos en las camas<br />

vecinas era tan nítida, que la madre podía adivinar sus sueños. Los esposos se<br />

abrazaban bajo las mantas, conteniendo los suspiros, envueltos en el calor <strong>de</strong> su discreta<br />

conspiración <strong>amor</strong>osa. A diferencia <strong>de</strong> otros campesinos, se casaron en<strong>amor</strong>ados y por<br />

<strong>amor</strong> engendraron hijos. Por eso ni aun en los tiempos más difíciles <strong>de</strong> sequía, terremoto<br />

o inundación, cuando la marmita estaba vacía, lamentaron la llegada <strong>de</strong> otra criatura. Los<br />

niños son como las flores y el pan, <strong>de</strong>cían, una bendición <strong>de</strong> Dios.<br />

Hipólito Ranquileo aprovechaba su permanencia en la casa para levantar cercos, juntar<br />

leña, reparar herramientas, parchar los techos cuando amainaba la lluvia. Con el ahorro

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