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Francisco enrolló una firme faja alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> la cintura <strong>de</strong> su amiga, para que soportara<br />
mejor el bamboleo <strong>de</strong> la cabalgata. Acomodaron el equipaje y emprendieron la marcha en<br />
fila india por un sen<strong>de</strong>ro apenas visible que conducía a un paso olvidado entre dos<br />
puestos fronterizos, antigua ruta <strong>de</strong> contrabandistas, ya olvidada. Cuando la huella<br />
<strong>de</strong>sapareció <strong>de</strong>l todo, tragada por esa naturaleza indómita, el baqueano se orientó por<br />
unas señales talladas en los árboles. No era la primera vez --ni sería la última-- que<br />
usaba esa vía tortuosa para salvar perseguidos. Alerces, tepas, robles, mañíos,<br />
custodiaban el paso <strong>de</strong> los viajeros y en algunas partes su follaje se juntaba en lo alto<br />
formando una impenetrable cúpula ver<strong>de</strong>.<br />
Avanzaron durante horas sin <strong>de</strong>tenerse. En todo el trayecto no se cruzaron con ningún<br />
ser humano; era una soledad húmeda, fría, sin márgenes, un laberinto vegetal por el cual<br />
iban como únicos andantes. Pronto pudieron tocar los gran<strong>de</strong>s manchones <strong>de</strong> nieve<br />
rezagada <strong>de</strong>l invierno. Penetraron las nubes bajas y por un tiempo los ro<strong>de</strong>ó una espuma<br />
impalpable que borraba el mundo. Al salir apareció <strong>de</strong> súbito ante sus ojos el majestuoso<br />
espectáculo <strong>de</strong> la cordillera ondulando hasta el infinito con sus picachos morados, sus<br />
volcanes coronados <strong>de</strong> blancura, sus barrancos y quebradas, cuyas pare<strong>de</strong>s <strong>de</strong> hielo se<br />
<strong>de</strong>rretían en verano. <strong>De</strong> vez en cuando divisaban una cruz marcando el sitio don<strong>de</strong> algún<br />
viajero <strong>de</strong>jó la vida, abatido por la <strong>de</strong>solación y allí el montañés se persignaba, reverente.<br />
para consolar al ánima.<br />
A<strong>de</strong>lante cabalgaba el guía, <strong>de</strong>trás iba Irene y cerraba la fila Francisco, sin quitar los ojos<br />
<strong>de</strong> su amada, alerta a cualquier signo <strong>de</strong> fatiga o <strong>de</strong> dolor, pero la joven no daba<br />
muestras <strong>de</strong> cansancio. Se <strong>de</strong>jaba llevar por el paso sereno <strong>de</strong> la mula, los ojos perdidos<br />
en la prodigiosa naturaleza que la ro<strong>de</strong>aba, el alma en lágrimas. Iba <strong>de</strong>spidiéndose <strong>de</strong> su<br />
país. Junto a su pecho, bajo la ropa, tenía la pequeña bolsa con tierra <strong>de</strong> su jardín que<br />
Rosa le enviara para plantar un nomeolvi<strong>de</strong>s al otro lado <strong>de</strong>l mar. Pensaba en la magnitud<br />
<strong>de</strong> su pérdida. No volvería a recorrer las calles <strong>de</strong> su infancia, ni a oír el dulce acento <strong>de</strong><br />
su lengua criolla; no vería el perfil <strong>de</strong> sus montes al atar<strong>de</strong>cer, no la arrullaría el canto <strong>de</strong><br />
sus propios ríos, no tendría el aroma <strong>de</strong> albahaca en su cocina ni <strong>de</strong> la lluvia