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La muchacha llevaba el cabello recogido en un moño que <strong>de</strong>scubría la curva <strong>de</strong> su nuca,<br />
vestía larga túnica <strong>de</strong> algodón, ausentes por primera vez sus ruidosas pulseras <strong>de</strong> cobre<br />
y bronce. Algo en su actitud extrañó a Francisco, pero no supo precisarlo. La observó<br />
mientras paseaba entre los ancianos, risueña y cortés con todos, especialmente con<br />
aquellos que estaban en<strong>amor</strong>ados <strong>de</strong> ella. Cada uno vivía un presente envuelto en la<br />
nostalgia. Irene señaló al hemipléjico, incapaz <strong>de</strong> sujetar una lapicera entre sus <strong>de</strong>dos<br />
rígidos y por eso le dictaba sus misivas. Escribía a sus camaradas <strong>de</strong> la infancia, a novias<br />
<strong>de</strong> muy antiguo, a parientes enterrados <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía varias décadas, pero ella no enviaba<br />
esa correspon<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> lástima, para no sufrir el <strong>de</strong>sencanto <strong>de</strong> recibirla <strong>de</strong>vuelta por el<br />
correo a falta <strong>de</strong> <strong>de</strong>stinatario. Inventaba respuestas y se las remitía al anciano para<br />
evitarle la pena <strong>de</strong> saberse solo en esta tierra. También le presentó a Francisco un abuelo<br />
<strong>de</strong>mente que jamás recibía visitas. El viejo tenía los bolsillos llenos <strong>de</strong> calientes tesoros<br />
que cuidaba con celo: imágenes <strong>de</strong>steñidas <strong>de</strong> muchachas en flor, tarjetas color sepia<br />
don<strong>de</strong> se insinuaban un seno apenas velado, una pierna atrevida luciendo una liga <strong>de</strong><br />
cintas y encajes. Se aproximaron a la silla <strong>de</strong> ruedas <strong>de</strong> la viuda más rica <strong>de</strong>l reino. La<br />
mujer vestía un traje ajado, un chal comido <strong>de</strong> tiempo y polilla, un solo guante <strong>de</strong> Primera<br />
Comunión. Colgando <strong>de</strong> la silla había bolsas plásticas repletas <strong>de</strong> chucherías y sobre sus<br />
rodillas <strong>de</strong>scansaba una caja con botones, que ella contaba y volvía a contar para<br />
comprobar que ninguno faltara. Se interpuso un coronel con medallas <strong>de</strong> latón para<br />
<strong>de</strong>cirles con susurros asmáticos que una bala <strong>de</strong> cañón pulverizó medio cuerpo <strong>de</strong> esa<br />
heroica mujer. ¿Sabe que apiñó un saco <strong>de</strong> monedas <strong>de</strong> oro limpiamente ganadas por<br />
ser dócil con su marido? Imagínese joven qué bruto sería para pagar por lo que podía<br />
tener gratis; yo aconsejo a mis reclutas que no gasten su paga en putas, porque las<br />
mujeres abren las piernas gustosas a la vista <strong>de</strong> un uniforme, lo digo por experiencia<br />
propia; a mí todavía me sobran. Antes que Francisco pudiera dilucidar aquellos misterios,<br />
se acercó un hombre alto y muy <strong>de</strong>lgado, con trágica expresión en su rostro, a preguntar<br />
por su hijo, su nuera y el bebé. Irene le habló aparte en secreto, luego lo condujo hacia un<br />
grupo animado y permaneció a su lado hasta verlo más sereno. La joven explicó a su<br />
amigo que el viejo tenía dos hijos. Uno estaba exilado al otro lado <strong>de</strong>l planeta y sólo podía<br />
comunicarse con su padre a través <strong>de</strong> cartas cada vez más distantes y frías, porque la<br />
ausencia es tan adversa como el paso <strong>de</strong>l tiempo. El otro <strong>de</strong>sapareció con su mujer y una