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De amor y de muerte

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alto y a su madre encogida como un ovillo en el suelo, tapándose la boca para no<br />

<strong>de</strong>spertar a los niños con sus gemidos. Había presenciado escenas similares algunas<br />

veces y en el fondo consi<strong>de</strong>raba a los hombres con facultad para castigar a la mujer y a<br />

los hijos, pero en esa ocasión no pudo resistirlo y un velo <strong>de</strong> ira lo encegueció. Sin<br />

pensarlo se abalanzó sobre su padre golpeándolo e insultándolo hasta que Digna le<br />

suplicó que se <strong>de</strong>tuviera, porque la mano levantada contra sus propios padres se<br />

convierte en piedra. Al día siguiente amaneció Hipólito con el cuerpo sembrado <strong>de</strong><br />

moretones.<br />

Su hijo estaba adolorido por el esfuerzo, pero ninguna <strong>de</strong> sus extremida<strong>de</strong>s se había<br />

petrificado, como aseguraba la tradición popular. Fue la última vez que Hipólito usó la<br />

violencia con su familia.<br />

Pra<strong>de</strong>lio <strong>de</strong>l Carmen Ranquileo siempre tuvo presente que Evangelina no era su<br />

hermana. Todos la trataban como si lo fuera, pero él la vio con ojos diferentes <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />

pequeña. Con el pretexto <strong>de</strong> ayudar a su madre la bañaba, la mecía, le daba <strong>de</strong> comer.<br />

La niña lo adoraba, aprovechando cualquier ocasión para colgarse <strong>de</strong> su cuello,<br />

introducirse en su cama, acurrucarse en sus brazos. Como un perro fal<strong>de</strong>ro lo seguía a<br />

todas partes, lo acosaba con sus preguntas, quería oír sus cuentos y sólo se dormía<br />

mecida por sus canciones. Para Pra<strong>de</strong>lio los juegos con Evangelina estaban cargados <strong>de</strong><br />

ansiedad. Resistió múltiples palizas por manosearla, pagando así la culpa.<br />

Culpa por los sueños húmedos don<strong>de</strong> ella lo llamaba con gestos obscenos, culpa por<br />

observarla escondido cuando se agachaba a orinar entre las matas, culpa por seguirla a<br />

la acequia a la hora <strong>de</strong>l baño, culpa por inventar juegos prohibidos en los que se<br />

escondían lejos <strong>de</strong> los <strong>de</strong>más acariciándose hasta la fatiga. Mediante ese instinto <strong>de</strong><br />

seducción <strong>de</strong> todas las mujeres, la niña aceptaba el secreto compartido con su hermano<br />

mayor y también actuaba con sigilo. Empleaba una mezcla <strong>de</strong> inocencia e impudicia, <strong>de</strong><br />

coquetería y recato, para enloquecerlo, para mantener sus sentidos en carne viva y<br />

conservarlo prisionero. La represión y vigilancia <strong>de</strong> los padres no hicieron sino alimentar<br />

la calentura que abrasaba la sangre <strong>de</strong> Pra<strong>de</strong>lio adolescente. Eso lo indujo a buscar

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