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De amor y de muerte

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metido en una camisa <strong>de</strong> fuerza. Los piojos <strong>de</strong>l colchón anidaron en su cabeza y se<br />

multiplicaron con rapi<strong>de</strong>z. Las liendres le picaban en la axilas y el pubis obligándolo a<br />

rascarse hasta sangrar. Disponía <strong>de</strong> un bal<strong>de</strong> para hacer sus necesida<strong>de</strong>s y cuando se<br />

llenaba, la feti<strong>de</strong>z constituía su peor suplicio. Pensó que el Teniente Ramírez lo tenía a<br />

prueba. Tal vez quería confirmar su resistencia y el temple <strong>de</strong> su carácter antes <strong>de</strong><br />

encargarle una misión especial, por eso no usó el recurso <strong>de</strong> apelación al cual tenía<br />

<strong>de</strong>recho en los tres primeros días. Trató <strong>de</strong> mantenerse calmado, no quebrarse, no llorar<br />

ni gritar como hacían casi todos los incomunicados. Quiso dar ejemplo <strong>de</strong> fortaleza física<br />

y moral, para que el oficial apreciara sus cualida<strong>de</strong>s y <strong>de</strong>mostrarle que aun en las<br />

situaciones más extremas no flaqueaba. Trataba <strong>de</strong> pasear en círculos para evitar los<br />

calambres y <strong>de</strong>sentumecer los músculos, pero resultaba imposible porque su cabeza<br />

tocaba el techo y si estiraba los brazos golpeaba los muros. En esa celda habían<br />

confinado algunas veces hasta seis prisioneros, pero por muy pocos días, nunca tantos<br />

como llevaba él, y a<strong>de</strong>más no eran <strong>de</strong>tenidos comunes, sino enemigos <strong>de</strong> la nación,<br />

agentes soviéticos, traidores, había dicho el Teniente con toda claridad. Habituado al<br />

ejercicio y al aire libre, esa forzada inmovilidad <strong>de</strong>l cuerpo invadía también su mente, se<br />

mareaba, olvidaba nombres y lugares, veía sombras monstruosas. Para no enloquecer<br />

cantaba a media voz. Le complacía hacerlo, aunque en tiempos normales se lo impedía<br />

su timi<strong>de</strong>z. A Evangelina le gustaba oírlo y permanecía en silencio, con los ojos cerrados,<br />

como si oyera voces <strong>de</strong> sirenas, cántame más, cántame más... Durante su cautiverio<br />

pudo pensar mucho en ella, recordar con precisión cada uno <strong>de</strong> sus gestos y la<br />

complicidad <strong>de</strong>l <strong>de</strong>seo prohibido que compartieron <strong>de</strong>s<strong>de</strong> niños. Echaba a volar la<br />

imaginación y ponía el rostro <strong>de</strong> su hermana al recuerdo <strong>de</strong> sus más atrevidas<br />

experiencias. Era ella quien se abría como una sandía madura, roja, jugosa, tibia, ella<br />

quien sudaba esa fragancia penetrante <strong>de</strong> mariscos, ella quien lo mordía, lo arañaba, lo<br />

chupaba, gemía, agonizaba <strong>de</strong> sofoco y <strong>de</strong> placer. Era en su carne compasiva don<strong>de</strong> se<br />

sumergía hasta per<strong>de</strong>r el aliento y volverse esponja, medusa, estrella <strong>de</strong> altamar. Podía<br />

estar muchas horas acariciándose con el fantasma <strong>de</strong> Evangelina, pero siempre sobraban<br />

<strong>de</strong>masiadas. Entre esos muros el tiempo estaba <strong>de</strong>tenido en un instante eterno. En<br />

algunos momentos llegó al límite <strong>de</strong> la locura y pensó estrellar la cabeza contra la pared<br />

hasta que el charco <strong>de</strong> sangre se <strong>de</strong>slizara por <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> la puerta y alertara al guardia, a

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