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De amor y de muerte

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El Profesor llevó aparte a Francisco. Estaba muy conmovido, lo abrazó con ojos afligidos,<br />

temblando. Sacó <strong>de</strong>l bolsillo un pequeño objeto y se lo pasó avergonzado: era su regla <strong>de</strong><br />

cálculo, único tesoro para simbolizar el <strong>de</strong>samparo y el dolor <strong>de</strong> esa separación.<br />

--Es sólo un recuerdo, hijo. No sirve para calcular la vida --dijo con voz ronca.<br />

En verdad así lo sentía. Al final <strong>de</strong>l largo camino <strong>de</strong> su existencia, se daba cuenta <strong>de</strong> la<br />

inutilidad <strong>de</strong> sus cálculos. Nunca imaginó encontrarse un día cansado y triste con un hijo<br />

en la tumba, otro en el exilio, los nietos distantes en un pueblo perdido y José, el único<br />

cercano, amenazado por la Policía Política. Francisco recordó a los viejos <strong>de</strong> “La<br />

Voluntad <strong>de</strong> Dios” y se inclinó a besar su frente, <strong>de</strong>seando con vehemencia po<strong>de</strong>r torcer<br />

los <strong>de</strong>signios <strong>de</strong> la fatalidad para que sus padres no murieran solitarios.<br />

Al notar los ánimos <strong>de</strong>caídos, Mario <strong>de</strong>cidió servir la cena.<br />

<strong>De</strong> pie alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> la mesa, los ojos húmedos y las manos crispadas, levantaron juntos<br />

sus copas.<br />

--Brindo por Irene y Francisco. La suerte os acompañe, hijos --dijo el Profesor Leal.<br />

--Y yo brindo para que vuestro <strong>amor</strong> crezca día a día --agregó Hilda sin mirarlos, para no<br />

mostrar su pena.<br />

Durante un rato hicieron el esfuerzo <strong>de</strong> parecer festivos alabaron los refinados guisos y<br />

agra<strong>de</strong>cieron las atenciones <strong>de</strong> ese noble amigo, pero pronto el <strong>de</strong>saliento se extendió<br />

como una sombra, cubriéndolos a todos. En el comedor sólo se oía el sonido <strong>de</strong> los<br />

cubiertos y el cristal.<br />

Hilda, sentada junto a su hijo más querido, lo fijaba con la vista, grabando para siempre<br />

en su memoria los rasgos <strong>de</strong> su cara, la expresión <strong>de</strong> su mirada, las finas arrugas<br />

alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> los ojos, la forma alargada y firme <strong>de</strong> sus manos. Sostenía entre sus <strong>de</strong>dos

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